viernes, 2 de noviembre de 2007

EL BARQUERO DEL INFIERNO

Tercer Premio en el XIII Concurso Internacional de Poesía y Narrativa Breve, organizado por la Editorial de los Cuatro Vientos, Buenos Aires, Junio de 2007.


Acababa de regresar de sus vacaciones en los Alpes franceses cuando sonó el teléfono. Era Carlo, su antiguo compañero de la Escuela de Buceo de la Marina Italiana.
-¡Luca, debo verte hoy mismo! ¡Encontré un sitio maravilloso donde bucear!
No logró que Carlo entendiera que recién había regresado. Había agotado sus vacaciones, y el lunes sin falta debía volver a las oficinas de la Compañía de Seguros Marítimos en donde trabajaba como perito. Carlo Volpaggio, su amigo, antiguo buzo del Servicio de Rescate Naval, no le dejó introducir una sola palabra en la conversación.
-¿Es que no entendés, Luca? ¡Es una oportunidad única! ¡El pescador me aseguró que está allí, que él mismo arrastró con la red un trozo de la cubierta!
Una hora después, los apurados timbrazos de Carlo retumbaban en su departamento del centro de Roma, sobre la Vía del Corso. Apenas había tenido tiempo de llevar al sótano los esquíes, y de cambiarse la ropa con la que había viajado desde el hostal de frontera.
-Te lo explicaré de nuevo, Luca. En El Pireo hablé con un pescador que asegura haber hallado los restos de un viejo trirreme, magníficamente conservados, y a no más de veinte metros de profundidad, en el Mar Egeo, y entonces…
-¡Y entonces el tal pescador te dio el dato por tu linda cara de buzo italiano! Si pagaste por la información, tal vez ahora tu amigo griego esté rompiendo platos para celebrar el éxito de la más reciente versión de la vieja estafa del plano del tesoro perdido.
Carlo frunció el ceño, disgustado por la ligereza con que Luca tomaba aquel asunto que para él era de la mayor importancia. Entonces, le explicó que su fuente de información era el director del Museo de Antigüedades de Atenas. Él poseía datos acerca de la ubicación exacta del trirreme. El pescador la había precisado cuando pretendió vender al museo un trozo de cubierta que había arrancado con sus redes.
Carlo conocía al Profesor Tolakis, director del museo, desde hacía varios años. Había sido contratado para localizar una antigua estatua presuntamente hundida frente al puerto de El Pireo, y que jamás fue localizada. Conservaban una buena amistad y respeto mutuo, a causa del concienzudo trabajo de exploración subacuática que Carlo realizó. Había recorrido cada metro cuadrado de un fondo marino en el que se acumulaban desperdicios de treinta siglos. Ahora, el profesor Tolakis le había pedido que fotografiara al trirreme, hundido a escasa profundidad, en aguas calmas, para evaluar la posibilidad de su recuperación.
-¿Cómo es posible que no se destruyera en todo ese tiempo? –había preguntado Carlo.
-La explicación es simple: parece ser que poco después del naufragio lo cubrió un manto de ceniza volcánica. El desagüe de una usina recientemente inaugurada en la costa se ocupó de barrer la ceniza, dejando el casco al descubierto después de todos estos años. El Museo intervino, e hizo que desviaran las cañerías. Los dueños de la usina protestaron, pero cuando ofrecimos pagar los gastos, debieron rendirse.
Dos días después estaban aterrizando en Atenas. La línea aérea les había cobrado una suma sideral por el exceso de equipaje que correspondía a tres equipos de buceo completos. Pero ganarían una buena suma por las fotografías, y eso sin contar lo placentero del buceo en aguas calmas y transparentes, y lo excitante de tener a la vista una embarcación griega de dos mil quinientos años de antigüedad.
En el Pireo se embarcaron en el “Eliakis”, un buquecito viejo de grandes condiciones marineras, que había sido fletado por el Museo de Antigüedades. Su patrón era un griego obeso y conversador, al que todos llamaban Miki. La tripulación estaba compuesta por dos marineros, Giorgios y Nikolaos, en los que Miki tenía plena confianza y un mecánico, Theodoros, que a la vez oficiaba de cocinero. Como pasajero, también embarcó un especialista del Museo de Antigüedades de Atenas que además era buzo, el doctor Dionisios Filacópulos.
Miki era un experto marino, y había aprovisionado el buque para los cuatro días de navegación que esperaban tener. Embarcó comida suficiente para una dotación de al menos quince hombres, agua dulce, combustible y naturalmente, vino. Carlo y Luca, apenas llegaron a bordo, recorrieron el viejo barquito de proa a popa, y debieron reconocer que su patrón era un marino concienzudo, pues pese a los años, la embarcación de treinta metros de eslora estaba en magníficas condiciones. Ellos, por su parte, trasladaron a un pañol contiguo a su camarote los equipos de buceo.
Antes de la maniobra de zarpada, Carlo y Miki trazaron el plan de navegación, que en menos de veintidós horas debía permitirles fondear junto a la isla de Parandros, cercana a Kea, en el archipiélago de las Cícladas, en pleno Mar Egeo.
Cuando finalmente fondearon en el sitio indicado, a algo más de una milla de la costa, Carlo no tardó en realizar una primera inmersión. El fondo del mar, cubierto de un manto grisáceo de ceniza, se mostraba pletórico de criaturas que las tibias aguas del Egeo dejaban crecer con profusión. Entre algas y erizos de mar, cardúmenes de pequeños peces azules se alimentaban de otros, mucho menores en tamaño. Éstos, a su vez, lo hacían del desove de otros peces, minúsculas perlas rojas o negras que cubrían el fondo por franjas. Era el eterno juego de la vida y la muerte que se desarrolla permanentemente debajo de las olas.
Más allá, hacia el este, un ancho surco de arena mostraba el canal en que la corriente generada por el desagüe de la usina había removido las cenizas. Ascendiendo por la suave pendiente del mismo, a no más de doscientos metros, la silueta de un casco reposaba en el fondo. Eran perfectamente reconocibles las formas de un buque muy antiguo, que yacía mansamente sobre su quilla.
El casco de madera parecía estar en bastante buen estado, aunque se veían varios rumbos, por los que podía observar algunos bloques de mármol. Era evidente que fue el peso de la carga lo que impidió a la madera flotar, una vez abierto el rumbo que ocasionara el naufragio. Por un momento pensó que la ausencia de espacio para los remeros descartaba que se tratara de un trirreme, pero recordó que esos buques sólo los llevaban para maniobrar durante el combate, en tanto que los destinados al comercio simplemente se propulsaban por la fuerza del viento. La proa se conservaba bastante entera, en tanto la popa mostraba señales de un fuerte deterioro.
El doctor Filacópulos había explicado que nunca se encontró un buque así. La poca información de que se disponía sobre estas naves procedía de conjeturas en base a representaciones halladas en tumbas o excavaciones de ruinas. Por eso era tan importante para el museo su recuperación.
Notó que el mástil faltaba casi por completo, y se preguntó si acaso esta pérdida fue causa o consecuencia del naufragio. Nadó hacia el muñón del palo. Éste apenas se asomaba de entre la ceniza que llenaba el viejo casco, y notó que había zafado casi por completo de su sitio de amarre.
Controló la hora, y advirtió que se aproximaba al límite de seguridad de la inmersión, por lo que emprendió el regreso a su buque, ascendiendo casi verticalmente desde la posición en que estaba el casco sumergido.
Una vez abordo, describió el hallazgo a Luca y al doctor Filacópulos. Pronto se unió Miki, quien para festejar el éxito portaba sendos jarros de un exquisito y suave vino griego. Los datos del pescador habían sido precisos, y el casco simplemente estaba allí, esperando que la remoción de los bloques de mármol permitiera ponerlo a flote.
Luego de escuchar el relato, Luca y el enviado del Museo hicieron una inmersión breve, pues ya caía la tarde. Su propósito era simplemente elegir los lugares en que situarían las cámaras para obtener las mejores vistas del trirreme. Al cabo de una hora estaban de vuelta abordo.
La cena a base de pescado que preparó Theodoros resultó riquísima, y el vino distendió la emoción del hallazgo, facilitando la charla de una sobremesa prolongada.
Allí Carlo explicó una vez más los detalles que había alcanzado a reconocer, e hizo referencia a los restos del palo, que parecía haber sido arrancado de su lugar de encastre, en la propia quilla. Luca elaboró una teoría acerca de posibles daños en ese sitio como motivo de la remoción, pero Giorgios, el marinero de mayor edad, no estuvo de acuerdo. “Fueron los propios tripulantes quienes arrancaron el palo”, aseguró. “Temían por sus vidas, y buscaban el cofre”.
El doctor Filacópulos explicó entonces una vieja leyenda: los primitivos pueblos helénicos imaginaron un mundo poblado por seres semejantes a los hombres por su aspecto, con las mismas virtudes y defectos, y con facultades sobrenaturales. Entre esa pléyade de dioses y héroes estaba Caronte, quien navegaba las aguas de la laguna Estigia, de la que nacía el río Aquerón. Su misión era conducir las sombras de los muertos a un sitio de paz eterna, alejándolas de aquel río que sumía sus aguas directamente a un mundo subterráneo, donde Hades gobernaba sobre los muertos que no habían alcanzado el Paraíso. De esa creencia tomó el cristianismo la idea del infierno.
Pero había un detalle fundamental: Caronte exigía el pago de un tributo, una moneda de oro, para permitir a las almas abordar su barca. Por ello, los antiguos griegos eran enterrados con una moneda en la boca y con los labios cosidos ritualmente. En los buques era tradición que se conservara, para ese fin, un cofre de monedas en sitio seguro. Ningún lugar resultaba más a propósito que el encastre del palo, pues era imposible removerlo sin que la tripulación lo advirtiera.
Cuando ocuparon sus literas en los camarotes, sólo Giorgios permaneció en el puente cubriendo la guardia.
Al amanecer Miki recibió, por radio, un aviso de que se esperaba una tormenta para las primeras horas de la tarde, y así lo señaló a sus pasajeros. El temor de éstos era que el consecuente mar de fondo quitara visibilidad al lecho marino en que reposaba el trirreme, y demorara la obtención de las fotografías que eran el objeto de la expedición. Por ese motivo decidieron que apenas el sol estuviera suficientemente alto comenzaría la rutina. La propuesta de Carlo fue dividirse en dos equipos: Luca y el doctor tomarían las fotografías panorámicas, en tanto que Carlo obtendría fotos de detalles del trirreme naufragado.
Hacia las nueve de la mañana hicieron la primera inmersión. El doctor Filacópulos seleccionaba los mejores ángulos, en tanto Luca obtenía magníficas vistas panorámicas del naufragio. Carlo, entretanto, recorría concienzudamente el casco, logrando una colección de detalles que, aún en caso de que el viejo barco no pudiera ser conducido a tierra, permitiría a los especialistas del Museo investigar el modo en que tres mil años atrás los hombres navegaban por el Egeo.
La segunda inmersión, que habría de ser más breve, la realizaron alrededor del mediodía. Luca y el enviado del Museo se concentraron en la popa de la nave. Carlo, entretanto, revisó minuciosamente el sitio de anclaje del palo, pues creía que la teoría de Luca acerca de daños en la quilla merecía ser investigada.
Removiendo con las manos la ceniza que llenaba los espacios entre el cargamento de mármol, llegó a la base del palo. Al tacto no encontró señales de daño, dando credibilidad a la explicación de Giorgios. Su mano tropezó con algunas astillas y restos de pequeñas piezas de metal. Eran, en apariencia, los restos de un cofre, y eso aumentó su excitación. Tanteando entre los restos, reconoció la forma de una moneda.
Los grabados de ese pequeño disco metálico darían a los expertos datos suficientes como para fechar con precisión el naufragio, así como el origen exacto de la nave, identificándola con alguno de los estados helénicos. Colocándola dentro de su traje de neoprene, regresó a la superficie.
El doctor manifestó no ser un experto en numismática arqueológica, por lo que toda respuesta debería esperar el examen de los especialistas en Atenas. Pero con el rigor científico con que estaba acostumbrado a trabajar, examinó la moneda.
Era una pieza de oro de pequeño tamaño, que en una de sus caras reproducía la imagen de quien supuso era un rey. El reverso, en caracteres helénicos, lo identificaban como Lisímaco, Rey de Tracia. Sabía que éste fue uno de los generales de Alejandro Magno, que a su muerte disputó con otros generales los despojos del imperio. Pero Tracia no se localizaba sobre el Egeo, sino a orillas del Mar Negro. Dedujo que era allí a donde se dirigía el trirreme.
Pero estos datos eran informales, y los expertos seguramente extraerían de la moneda información suficiente como para escribir un libro. Por eso, la introdujo en un sobre, que lacró y firmó conjuntamente con Luca, Carlo y Miki. Luego colocó el sobre en una bolsa plástica que cerró con cinta adhesiva. Finalmente, depositó el envoltorio en la caja fuerte que el Museo había instalado en su camarote.
Durante la cena, todos mostraban el mismo entusiasmo que durante la noche anterior, excepto Giorgios. Éste comió su plato de spaguettis en silencio, y al retirarse se limitó a mascullar: “Esa moneda pertenece a Caronte, pues era el pasaje de un marinero muerto. No debieron retirarla de allí, no importa cuántos años lleve a bordo de su buque. Caronte vendrá por ella”
El comentario despertó entre los comensales sonrisas de complicidad. Miki rió abiertamente, y gritó a Giorgios, mientras éste se marchaba: “¡Apuesto a que si te encuentras una bolsa llena de monedas como ésta no dudarías en disputársela a Caronte aún a bordo de su barca!”
Durante la noche, Nikolaos cumplía su guardia en el puente cuando advirtió que una silueta oscura se deslizaba por la cubierta en sombras. Supuso que era Theodoros, el mecánico, a quien conocía por el extremo cuidado con que atendía sus máquinas, y lo imaginó regresando del castillo de proa, tras constatar el buen estado del cabrestante del ancla. Cuando lo vio regresar a la proa, ahora en compañía de uno de los buzos italianos que sólo vestía su ropa interior, decidió investigar. No quería despertar a su patrón, Miki, sin un buen motivo, y se dirigió él también a la proa. Pero no había nadie allí.
Revisó el pequeño sollado que albergaba a los tripulantes, y notó la silueta enorme de Theodoros, que dormía pesadamente. Recién entonces despertó a Miki, el que rápidamente se hizo cargo de la situación, y llamó a la puerta del camarote que compartían los buzos. Quería asegurarse de que ambos estaban en él, y reprochar a su marinero por haberse dormido durante la guardia. Pero para sorpresa de todos, Carlo no estaba en el camarote.
La tripulación y los pasajeros se reunieron en el puente de mando. Acababan de realizar una prolija búsqueda por cada rincón del pequeño barco, y el buzo no estaba en ninguno de ellos. Se resolvió dar aviso a las autoridades marítimas, que enviaron una lancha de reconocimiento. Luca se había asegurado de que no faltaba ningún equipo de buceo. El doctor Filacópulos, apesadumbrado, dio por finalizada la misión que los llevara hasta allí e introdujo en la caja fuerte los rollos de película. Al hacerlo, tomó el envoltorio en que había resguardado la moneda durante la tarde anterior, pero al tacto ésta no se notaba en su sobre. Con Miki y Luca como testigos, lo abrió. La cinta engomada estaba intacta, el sello de lacre no había sido violado, las firmas, incluida la de Carlo, estaban aún en el sobre que aparecía sin signos de haber sido abierto. Pero la moneda que representaba al Rey Lisímaco había desaparecido sin explicación.
Al anochecer, la radio les llevó la noticia que deseaban no escuchar. La lancha de patrulla había hallado, flotando, los restos de un hombre. No presentaba signos de violencia, excepto que sus labios aparecían cosidos con una antigua hebra de cuero crudo. Al abrirla, el oficial que comandaba la embarcación había hallado bajo la amoratada lengua una antigua moneda de oro.
La pesadumbre y el desconcierto se adueñaron de todos, incluso de Giorgios, el marinero, quien se mostraba particularmente afectado por la extraña muerte del buzo italiano. Por eso, durante la noche, descuidó su guardia y no alcanzó a ver que, desde el costado del buque, cercano a la proa, se desprendía el casco negro de una barca. Una oscura silueta la impulsaba mediante una pértiga. El barquero vestía una túnica negra, y cubría su cabeza con una capucha del mismo color. Bajo ella, si alguien hubiera podido ver su rostro, hubiera notado dos cuencas vacías llenas de negrura y silencio.

TRIPULACIÓN COMPLETA

Primera mención en el XVII Concurso Internacional de Poesía y Narrativa, organizado por Editorial Nuevo Ser, Buenos Aires, 2007.


El teniente Jeremy Dickson, de la Real Armada Británica, había recibido su asignación al HMS “Climpton” con verdadera satisfacción.
Se trataba del destructor más moderno de la flota, y el día en que el teniente se presentó abordo aún estaba en el dique de carena, completando su alistamiento.
Su proa lanzada parecía una invitación a cortar los trenes de olas a máxima velocidad. Su gris superestructura coronada de mástiles y antenas, se revelaba como el recinto en que habitaba la inteligencia coordinada de cien tripulantes entrenados para la acción. En cubierta, los sistemas de armas eran una clara muestra de la disciplinada determinación que los animaba. El conjunto era imponente. Los ingenieros navales habían logrado dar al “Climpton” la apariencia de un animal de pelea.
El comandante lo recibió en su cámara, y tras algunas breves preguntas formales acerca de sus destinos anteriores, le ordenó presentarse ante el segundo comandante.
Pero éste jamás lo llegó a conocer.
El teniente Dickson simplemente había desaparecido de a bordo de un buque de la Real Armada que ni siquiera se encontraba a flote, apenas diez minutos después de abordarlo.
La guardia de planchada no había registrado su desembarco, y una prolija búsqueda por todo el buque no arrojó ningún resultado. Ni siquiera podía pensarse que había caído a la platea del dique seco, pues en tal supuesto su cuerpo se habría precipitado entre la multitud de obreros del astillero que daban la última mano de pintura a la obra viva.
Cuando el capitán John H. Stone, del Real Servicio de Inteligencia Naval, tomó a su cargo la investigación del caso, no pudo menos que maldecir entre dientes. No solamente había tenido que interrumpir sus vacaciones en Escocia, sino que tenía la convicción de que sería muy difícil hallar una explicación que satisficiera a los almirantes.
En los varios años que llevaba desempeñándose en el Servicio había tenido que resolver varios casos de supuestas desapariciones de hombres de la Armada. Pero casi todas ellos se habían producido estando los hombres en tierra, y se explicaban como simples deserciones, o al menos demoras en presentarse abordo luego de un permiso en puerto. Recordaba el caso de un cabo que fue llevado a la Embajada Británica en El Cairo por la policía egipcia tres días después de que su buque zarpara de Alejandría. Había sido expulsado, ebrio como una cuba, de un cabaret portuario en el que había asegurado ser un Lord del Almirantazgo. O aquel otro, en que un maquinista quiso abordar su buque desde un bote varias horas después de vencido su permiso para bajar a tierra, y cayó al mar ahogándose en la dársena.
Pero este caso era diferente. El hombre desaparecido tenía una brillante foja de servicios, y había sido seleccionado, como toda la tripulación del flamante HMS “Climpton”, después de un riguroso proceso de análisis de sus antecedentes.
Dos días después, tras haber dedicado todas sus horas a releer una y otra vez el informe del comandante del buque, el historial del teniente desaparecido, y a solicitar se investigaran las comunicaciones telefónicas que éste había mantenido desde el momento de su designación para tripular el nuevo destructor, aceptó cenar en casa de sus suegros.
-Te veo preocupado, John -le dijo el almirante retirado David Mc Lean, el padre de su esposa, cuando compartían el café en el escritorio, luego de la cena.
El capitán Stone sabía que no debía comentar con nadie la información que manejaba en forma confidencial, pero no creyó violar la seguridad si le relataba al viejo almirante, sin precisar el nombre del teniente o del buque, la inexplicable desaparición que investigaba.
-Es curioso, John. Esas cosas no debieran pasar, pero suceden. Era yo guardiamarina en el “Dexter”, en Scapa Flow, cuando se produjo un caso idéntico. Dos hombres habían desaparecido sin dejar rastros del destructor “Climpton”, al que estábamos amarrados en segunda andana. Eran tiempos de guerra, y el caso se cerró como una simple deserción. Pero lo que se decía abordo era que habían desaparecido misteriosamente.
El capitán Stone se sorprendió al escuchar el nombre de aquel buque, y pidió lo repitiera.
-¿Cómo se llamaba el buque, Señor?
-“Climpton”. Era el HMS “Climpton”, un ex destructor americano que nos había sido cedido en préstamo en los tiempos en que Hitler planeaba visitar sin invitación al Rey Jorge en Buckingham Palace.
Esa noche el capitán Stone no pudo conciliar el sueño. Por alguna extraña casualidad, ambos casos se habían producido en buques que compartían el nombre. El “Climpton” actual era el sucesor de aquel otro, que había sido radiado del servicio activo y desguazado al finalizar la segunda guerra mundial.
Muy temprano, en su oficina, buscó en los archivos los antecedentes del caso que le relatara su suegro.
Pasó todo el día revisando carpetas de los tiempos de la guerra, pues la información jamás había sido volcada a las computadoras del Servicio.
Finalmente, halló lo que buscaba.
En noviembre de 1940, el marinero de segunda Peter Robinson, y el guardiamarina de reserva Louis Mc Millan había desaparecido de a bordo del HMS “Climpton”, ex USS “Connecticut”, el mismo día en que ambos se presentaran abordo por primera vez. Se había explicado como deserción, aunque el guardiamarina de reserva Mc Millan era hijo de un antiguo oficial, y acababa de ingresar como voluntario.
El capitán Stone había sido entrenado para no creer en casualidades, y su olfato de investigador le decía que, aunque pareciera descabellado, debía haber alguna explicación que relacionara aquel caso con el que ahora estudiaba.
Pidió los antecedentes de los buques que, a lo largo del tiempo, se habían llamado “Climpton” en la Real Armada. Halló una fragata de los tiempos de la primera guerra mundial, un vapor de la guerra de Crimea, y una corbeta en la flota del Almirante Nelson. Existían historiales de los dos primeros, en sendas carpetas. De la corbeta, en cambio, sólo menciones en listas de buques.
Revisó la carpeta de la fragata de 1915. Era un clásico buque de escolta propulsado a vapor, dotado de una alta chimenea en la que los diseñadores aún rendían tributo a la defectuosa combustión de carbón en las calderas elevándolas sobre las cubiertas en vano intento de mantenerlas libres de hollín.
Se sorprendió al encontrar que también dos de sus tripulantes habían desaparecido de abordo sin explicación. Eran un cabo artillero, llamado Joseph Donaldson, y el suboficial Robert O´Connor. Pero no existía ningún documento acerca del hecho más allá del Libro de Bitácora, que así lo indicaba, ¡precisamente en el día en que ambos se habían presentado a tomar servicio por primera vez!
Con profesional entusiasmo, y un innegable desconcierto, comenzó la lectura del legajo del vapor de guerra comisionado en 1854, al comenzar la guerra de Crimea.
No había allí información alguna sobre desapariciones de tripulantes. Pero sí se consignaba que el buque había sufrido, en puerto, un terrible accidente que costara la vida a toda la tripulación, y la pérdida del propio buque, que se hundió en la rada. La explosión de una de sus calderas había producido la voladura de la santabárbara. Ciento doce vidas se habían perdido allí, incluyendo la de su comandante.
Pero no todos habían muerto en la explosión. Seis de los tripulantes se encontraban en tierra en aquel trágico momento, pese a que el buque estaba en condición de zarpada. Así lo indicaba la Corte Marcial a que esos hombres habían sido sometidos, y que el Almirantazgo ordenó realizar al considerarlos culpables indirectos de la explosión. Su demora en embarcar hizo que las poco confiables calderas de la época fueran llevadas más allá de la presión que podían soportar.
Esta última información, procedente de un recorte periodístico anexado al sumario, lo hizo sonreír. La tardanza en regresar abordo les había significado ser dados de baja de la Armada Real, e incorporados como simples soldados a un regimiento de infantería. Jamás volverían a pisar, como tripulantes, la cubierta de un buque. “Sin dudas, esos tiempos eran duros”, pensó.
Pero su sonrisa se tornó en mueca cuando leyó la lista de los seis hombres. Eran los marineros Robert O´Connor, Louis Mc Millan y Jeremy Dickson, el cabo señalero Peter Robinson, el suboficial Douglas Lawfield, y el alférez Joseph Donaldson. ¡Esos nombres coincidían con los de posteriores desapariciones a bordo de otros HMS “Climpton”!
Solo había una excepción: no encontró ningún registro de que alguna vez la Armada perdiera a un hombre llamado Douglas Lawfield.
Revisó las listas de las tripulaciones de los sucesivos “Climpton”, y no halló a nadie de ese nombre. Revisó las nóminas de integrantes de la Marina Real desde cuando se conservaban datos, y encontró dos Douglas Lawfield. El primero había sido un cabo cocinero a bordo del portaaviones HMS “Ark Royal” durante la segunda guerra mundial. Había sido licenciado en 1946, y murió pacíficamente en Londres, en 1974, donde era propietario de un restaurante.
El segundo estaba en servicio activo. Era un teniente que desempeñaba tareas administrativas en las Oficinas del Almirantazgo.
Expuso sus hallazgos a su jefe, el vicealmirante Harry Hampton, y provocó en éste una risotada, además de un comentario sarcástico.
-Tal vez la explicación esté en que durante tus vacaciones en Escocia visitaste algún castillo con fantasmas prefabricados para los turistas, John.
Sin embargo consiguió autorización para que se destine al HMS “Climpton” al teniente Lawfield, y a uno de sus hombres de confianza. No podía explicar por qué, pero estaba convencido de que Douglas Lawfield era una pieza faltante en algún intrincado rompecabezas.
Dos días después ambos tenientes se presentaban, juntos, en su nuevo destino.
El hombre del Real Servicio de Inteligencia Naval tenía orden de no separarse de Lawfield ni a sol ni a sombra. Juntos se presentaron al comandante en su cámara, juntos fueron asignados al camarote 3 “b”, en la segunda cubierta, juntos se encerraron en él para cambiar su uniforme por el de diario. Por eso no tuvo explicación para dar cuando debió informar al comandante del “Climpton”, y al capitán Stone, que el teniente administrativo Douglas Lawfield había desaparecido del camarote que compartían. La puerta había estado cerrada con llave, y mientras él guardaba sus uniformes en la taquilla el teniente Lawfield tomaba una ducha en el baño, el que no poseía ventana alguna al exterior.
En la mañana siguiente, el caso se debatía en el máximo secreto en la oficina del vicealmirante Hampton.
Nadie lo había relacionado con el hecho de que, durante la noche, alrededor de las tres, los radares del puerto y los de al menos dos naves militares habían mostrado la inequívoca señal de un buque que abandonaba la dársena. Pero ningún buque faltaba de su sitio de amarre, y ninguno de los hombres que en ellos cumplían sus guardias consignó haber visto tal maniobra.
Sólo se consideró el tema cuando llegó a la mesa del Almirante un despacho urgente que procedía del Servicio de Comunicaciones. Éste indicaba que las computadoras habían registrado la recepción en Código Morse de un extraño despacho, tanto más extraño porque hacía más de treinta años que tal medio de transmisión de mensajes había sido desactivado para los buques de la Armada Real. El mensaje señalaba: “Vapor de Guerra HMS “Climpton” ha completado tripulación, y zarpa en cumplimiento de misión encomendada. 23 de agosto de 1854, 03.00 am”

RUMBO AL MAR ABIERTO




La bahía se asomaba al mar abierto mirando directamente hacia el este, y en cada amanecer el sol la inundaba de luz con sólo espiar por el rojo horizonte. En su extremo norte, un acantilado caía a pique sobre las olas, y crecía hacia el cielo en un viejo faro que parecía haber estado ahí desde siempre.
Un veterano farero se ocupaba de que cada noche cumpliera la guardia señalando su presencia a los navegantes, y advirtiéndoles del peligro de las rocas sumergidas. Más de una vez éstas habían hecho presa de los osados capitanes que por alguna razón se acercaran imprudentemente a la playa. La lisa arena blanca, extendida a los pies del barranco, convertía a la bahía en un lugar codiciado por los veraneantes.
En el otro extremo, los escollos emergían de la espuma como una procesión de primitivos e inmóviles monstruos marinos de encorvadas espaldas, y se agolpaban sobre la arena, cerrando el paso hacia el sur. Allí, sobre la misma playa, los restos de una vieja goleta, escorada definitivamente sobre su banda de estribor, daban mudo testimonio de los peligros del mar. A pocos metros de su proa, el ancla semienterrada sugería a quienes pasaban el verano en la playa el vano intento de refugiarse en la bahía que los olvidados tripulantes habían hecho en alguna remota noche de tormenta.
El abandonado casco semidestruido era, para la mayoría, una mera atracción turística que daba carácter a la playa. Para muchos, un objeto curioso cuya utilidad se había reducido a dar marco a las fotografías del verano, y para algunos, el olvidado recuerdo de una tragedia. Pero para Svan era el hogar al que regresaba cada tarde, luego de recorrer las casas y hotelitos del poblado en busca de algún trabajo de ocasión.
Svan se había refugiado allí porque su pelo rubio se había blanqueado de recibir espuma de las olas del mar abierto, y sus ojos celestes de viejo marino necesitaban del horizonte para seguir vivos. Esos ojos, que vieran por primera vez el eterno ir y venir de las olas hacía incontables años en una aldea de pescadores de algún país del norte del mundo, eran el refugio de las pocas fuerzas que Svan conservaba de una vida vivida a bordo de los buques balleneros.
Su hogar naufragado era un lugar extraño al que Svan paulatinamente se había ido acostumbrando. Las cubiertas, en el agudo ángulo al que habían sido condenadas por la posición del buque, eran difíciles de transitar, pero eso servía para evitar que los turistas más curiosos se adentraran en su mundo de viejas maderas. Los mamparos de babor parecían caer hacia Svan, en tanto que los de estribor se inclinaban hacia la playa, en una casi invitación a caminar por ellos. La mayoría de los objetos de a bordo eran inútiles, o habían desaparecido en algún momento de los muchos años que la goleta llevaba abandonada sobre la playa.
La vieja cocina a leña, recuerdo de tiempos olvidados de los buques de vela, se afirmaba inservible al mamparo de popa, carcomida de herrumbre y sal, bajo cubierta. Su extraño ángulo hubiera hecho imposible sostener sobre ella la marmita, pero de todos modos eso era innecesario. La comida de Svan había ido reduciéndose a las sobras de los hoteles, y de vez en cuando, a alguna vianda olvidada por los veraneantes. A proa del amplio sollado, sobre el mamparo opuesto, un antiguo reloj de bronce verde de tiempo y óxido en el que los números que indicaban las horas parecían haber permutado lugares, señalaba eternamente el momento en que la goleta había muerto sobre la arena.
Dormir, en cambio, le resultaba sencillo, pues conservaba un viejo coy marinero, que aún sabía mantener la vertical pendiendo de sus grilletes. Svan no conocía otra manera de dormir que aquélla.
Esa mañana el calor había sido agobiante. Los hombres y mujeres y chicos que pasaban sus vacaciones en la playa de Svan habían llegado temprano, dispuestos a vivir un luminoso día de sol. Pero el veterano marinero, que había aprendido de su padre, y del padre de su padre, a leer las señales del mar y del cielo, sabía que aquella leve cerrazón en el horizonte, que casi nadie notaba, era señal segura de tormenta. Hacia el mediodía, el viento viró al este, y comenzó a rizar las crestas de las olas, dibujando en la rompiente una blanca advertencia de peligro.
-El barómetro, si tuviera uno, estaría anunciando una borrasca -se dijo Svan. -Pero no lo necesito, la siento en los huesos.
De a poco, las oscuras nubes de lluvia comenzaron a perseguir al sol en su trayectoria, y le dieron alcance hacia las dos de la tarde.
Y con las primeras ráfagas frías, que habían vaciado la playa de oficinistas en traje de baño, Svan salió.
Era una de esas oportunidades que llamaba “la búsqueda del tesoro”, aunque lo que perseguía no eran antiguos cofres pletóricos de monedas de oro que algún pirata hubiera enterrado en la playa. Su deseo se reducía a hallar, en la arena, algunas de esas cosas que los turistas desechan, u olvidan cuando se marchan precipitadamente.
Apenas a unos pasos de la escotilla que usaba para abordar su goleta, descubrió una canasta de mimbre que el viento había empezado a cubrir de fina arenilla. En ella, cuidadosamente envueltos en una bolsa de papel, dos rojos morrones, otros dos verdes, y tres hermosas y doradas cebollas le hicieron imaginar que quien los olvidara ahora estaría ordenando una ensalada en el comedor de su hotel. Junto a la escalera de madera que bajaba a la playa desde lo alto del acantilado, blanca de lluvias y sal y rodeada de tamarindos, alguien había abandonado, en una caja, seis rojos tomates que parecían recién arrancados de su mata. Los recogió como si se trataran de un bien precioso.
El hallazgo lo animó a seguir recorriendo los sitios que los veraneantes habían desalojado con apuro. Saludó a Miguelito, el lavacopas del bar de la playa. Éste le devolvió el saludo animosamente, y lo llamó.
-Svan, no te vayas. Me han quedado algunas verduras listas para hacer un caldo, y para mañana estarán marchitas. Las envolveré, y te servirán para la cena. Te daré también algunos condimentos que el patrón no habrá de extrañar. Aquí tienes pimienta, pimentón, orégano, ají molido, y algunas hojas de laurel. ¡Y no nos olvidemos de la sal, aunque eso por aquí abunda!
Entre hojas verdes de apio, acelga, y una cebolla de verdeo, el amistoso chico había envuelto dos zanahorias, un trozo de zapallo, un ramito de perejil, y cuatro solitarios dientes de ajo que parecían sonreír desde el paquete en que los encerrara.
La lluvia había empezado a caer en gruesos gotones y dibujaba motas en la arena de la orilla, que las olas habían alisado durante la mañana. Al caer, competían con algunos mejillones que el mar había arrojado, y que al refugiarse bajo la arena dejaban escapar delatoras burbujitas. Svan aprovechaba esas señales para recogerlos con sus manos hábiles, aunque la lluvia pronto lo decidió a regresar “a bordo”, como él decía.
-Mis viejos huesos ya no toleran bien estos chubascos -reflexionó prudente.
Abandonada en la arena, detrás del restaurante al que concurrían los turistas, algo llamó su atención. El cocinero había dejado ahí lo que para Svan era un tesoro valioso: una botella de aceite de maíz, cuyo contenido casi llegaba a la mitad.
-Servirá para la lámpara -se dijo. Eso le daría algunas horas de luz, que podría emplear para recorrer una vez más una vieja carta náutica sabida de memoria que señalaba el camino del mar hacia el puerto lejano al que jamás volvería.
Con sus hallazgos entre las manos abordó la inútil y naufragada goleta de la que era a la vez capitán y tripulante, y se acomodó en el coy para pasar la tarde entre ensoñaciones de mares distantes.
Poco después, con la tormenta arreciando sobre el derruido casco y las olas golpeando la popa que llevaba ya muchos años de haber perdido el timón, creyó percibir sobre su cabeza unos pasos que corrían por la cubierta.
-¡Esos niños imprudentes! -se dijo alarmado. -¡Falta que un golpe de mar los arroje a las olas, y esos aprendices de grumete irán a sentarse en el regazo de Neptuno!
Cuando al poco rato volvió a escuchar un apurado taloneo de pies descalzos sobre la cubierta, creyó oír también una voz.
-¡Capitán, Señor, el buque está a son de mar, presto a zarpar!
Fue en ese momento que el mundo de Svan encontró nuevamente la vertical perdida. ¡En un revuelo de objetos olvidados, la goleta se había adrizado! El coy oscilaba bruscamente, retomando su eterno hábito de mecer al marinero al que daba cobijo y lecho al ritmo del rolido. Las horas del reloj habían recuperado su sitio en la esfera.
Precipitadamente subió a cubierta. Creyó soñar despierto al ver que toda una nueva jarcia se afirmaba al palo mayor de la goleta, y que en el reaparecido trinquete, una vela foque estaba lista a ser desplegada para capear el temporal que arreciaba. Lo más admirable era que el viejo casco, a despecho de tantos rumbos como tenía, estaba a flote, borneando en torno al ancla que descansaba en la playa, y a la que ahora aparecía firmemente unido por un flamante cabo de Manila.
Pero su mayor sorpresa fue ver a aquel muchacho vestido a la usanza de los grumetes de su tiempo, que lo miraba con intensos ojos celestes, esperando órdenes. Su instinto de viejo marino lo sacó del asombro, y gritó que era preciso cortar la amarra. El viento había virado, y amenazaba llevar a la goleta a una segunda muerte entre los arrecifes. Apenas se dio cuenta de que había dado sus órdenes en sueco, y que aquel muchacho había comprendido lo que le dijera.
Cumplida la orden con premura y destreza, la goleta tomó rumbo directo a la salida de la bahía, empujada por el viento que ahora soplaba francamente desde tierra lanzando cuchilladas de lluvia sobre la espalda de Svan. Corrió hacia popa, aún sabiendo que su barco no poseía timón con qué gobernarlo, pero encontró, firme en su sitio, una nueva rueda de cabillas, a la que se asió como en los viejos tiempos, cuando perseguía ballenas por los mares subantárticos. No era el momento de maravillarse de que la goleta hubiera recuperado su vida y amarinamiento, sino de correr el temporal que lo sorprendía entre peligrosos escollos de rocas afiladas.
Entre tanto, el muchacho de anticuadas ropas, ojos celestes, y cabello rubio, había desplegado parte del foque, y Svan notó que el buque gobernaba. Así lo sacó a mar abierto, cortando con la proa las olas que pugnaban por ingresar a la bahía que fuera su puerto durante tanto tiempo y que ahora abandonaba, capitán sin quererlo de un buque inexplicable.
Pasó horas afirmado en su puesto, con las piernas abiertas y las manos crispadas, sosteniendo el rumbo. De pronto, tan rápidamente como se había presentado, la borrasca cesó. En la faena de evitar que el mar volviera a cobrarse su presa de antaño, ni siquiera notó que la noche se había cerrado sobre los palos del buque. En el cielo parecía haberse desparramado un alhajero lleno de estrellas, que el diáfano aire del mar transparentaba sin pudor
Sólo entonces encontró el momento para reflexionar sobre el extrañísimo suceso que estaba viviendo. Era imposible que el viejo casco estuviera en mar abierto. Pero también lo era que hubiera recuperado los palos, las jarcias, el timón. Lo único que parecía relacionarlo con el pasado de apenas pocas horas atrás, era aquel grumete que ahora obedecía su orden, deliberadamente dada en sueco, de cobrar toda la vela, y fondear el ancla de codera.
Agotado, bajó al sollado bajo cubierta. Aún estaba ahí la comida que había recogido en la playa, apenas se desataba la tormenta que acababa de llevarlo mar afuera. Se dijo que lo poco que poseía no sería suficiente para sí mismo, y menos aún para un grumete joven y vigoroso. De todos modos, buscó alguna leña seca que había bajo la cocina, y con todas las precauciones que los marinos tienen, encendió el fuego.
Las verduras que Miguel le había dado suministrarían un caldo caliente, y no dudaba que su único marinero lo apreciaría. Comenzó también la preparación de una salsa empleando el ajo y las cebollas que picó y rehogó en un poco de aquel aceite que providencialmente hallara, e hizo lo mismo con los morrones rojos y verdes. Agregó los tomates, y todos los condimentos que el lavacopas había añadido a su improvisado obsequio. Recordó los mejillones, y los puso a hervir en el caldo. Eso habría de abrir los buenos, y le daría oportunidad de desechar los malos. Sabía que necesitaban algo que ayudara a darles sabor, y buscó en la batayola una botella de vino blanco que atesoraba para beber en Navidad, en recuerdo de los viejos camaradas del mar. Volcó sobre los mejillones un vaso generoso. Era poca cosa, pero al menos llevarían al estómago una comida caliente y con sabor
Sin embargo el muchacho parecía resolverlo todo.
-¡Capitán! -le dijo asomándose por la escotilla. -¡Las olas han arrojado sobre cubierta algunos calamares, y un pulpo pequeño! ¡Y de la red que pendía a estribor, he recogido cierto número de camarones, algunos de ellos tan grandes que bien pueden ser confundidos con langostinos! ¡Y hasta algunos berberechos!
Svan tomó aquellos mariscos entre sus manos experimentadas en las comidas del mar, y comenzó a limpiarlos cuidadosamente, quitándoles cualquier resto de arena. Cortó en pequeños trozos los tentáculos del pulpo, y los puso en una cacerola, que arrimó al fuego. Sabía que no era preciso agregar agua, pues la propia carne suministraría la que fuera necesaria, ni vertió sal. El mar, bien lo había aprendido hacía largos años, la ponía en sus criaturas en cantidad suficiente.
Trozó los calamares luego de limpiarlos con cuidado “para retirar sus tripas”, según dijo al rubio grumete que lo observaba hacer sin pronunciar palabra, y los rehogó en crujiente aceite hirviendo.
-¡Separa los camarones de su cáscara, y lávalos muy bien! ¡Y reserva algunos enteros para adornar el plato! -le ordenó.
Entretanto, el pulpo bullía, ya tierno, en su cacerola, y lo agregó a la salsa, a la que incorporó los pequeños trozos de calamar. Volcó también los restantes mariscos de que disponía, y los camarones pelados que su marinero, ahora devenido en ayudante de cocina, le iba alcanzando. Cuando observó que la salsa se había reducido, colocó sobre la preparación los mejillones abiertos, y los camarones que había conservado enteros. Por último, espolvoreó sobre la humeante comida finos trozos de perejil, que su joven ayudante había picado con cuidado con su afilada navaja marinera.
Al finalizar, el sollado de la vieja goleta se había llenado con el aroma de todos los puertos, y el sabor de todos los mares. Tendió al rubio grumete de ojos celestes una cazuela de comida, y se sentó a su vez a la mesa. Sintió en la boca el olvidado sabor de aquel eterno plato marinero, y entonces, recién entonces, fijó su vista en el reloj que pendía del mamparo opuesto. No sólo había recuperado su brillo metálico, sino que sus agujas marchaban acompasadamente, como si la goleta hubiera retomado sus interrumpidas singladuras.
Sin acabar de entender lo que ocurría, escuchó a su joven tripulante preguntarle por el nombre de aquel plato.
-Es lo que los marineros españoles han bautizado “cazuela de mariscos”, -le respondió. -¡Y lo han enseñado a los demás marinos de los siete mares, para que en las noches calmas en que los buques navegan con rumbo firme, recuerden la música de las canciones que cantan bajo cubierta, el color de sus patrias, el olor de las manos de los hombres de sus puertos, y el sabor de las bocas de sus mujeres! ¡Con gusto hubiera dado un brazo por volver a comerla antes de ir a hacerle compañía a los delfines!
Svan miró fijamente al muchacho, que a su vez lo contemplaba con una intensa mirada celeste, y sonriendo le tendía las manos. En ese momento notó el reluciente medallón que llevaba bajo la blusa, pendiendo de un cordón. ¡Era igual al que su madre le había colgado del cuello aquella madrugada en que se embarcó por primera vez hacia alta mar!
“¡Consérvalo allí! ¡Él habrá de protegerte de los peligros de las olas y resacas!”, le había dicho con el último beso, antes de verlo abordar el barco ballenero en que habría de aprender los viejos oficios del mar. Muchas veces Svan se había reprochado haberlo perdido en alguna pelea en aquel tugurio portuario de Ciudad del Cabo.
Entretanto, sin que el viejo ni el joven lo advirtieran, la goleta se había desprendido de su fondeadura, y a impulsos del viento, navegaba firmemente hacia el mar abierto, perdiéndose en la noche.

Por la mañana, al otear la playa, el farero que habitaba el extremo norte de la bahía advirtió que el ruinoso casco había desaparecido del lugar en que sus cuadernas y mamparos se pudrieran durante innumerables años. Temiendo por la suerte de su amigo Svan, dio aviso a las autoridades del puerto, que de inmediato iniciaron la búsqueda de los restos del viejo barco, pero nada hallaron.
Algunos días después, las mismas autoridades recibieron una asustada denuncia de un grupo de turistas. Entre las rocas de la bahía, junto a viejas maderas que parecían proceder de un naufragio, habían hallado el cuerpo de un hombre que el mar había devuelto. Era un anciano de profundos ojos celestes, que llevaba al cuello un medallón ennegrecido por los años pasados en el mar, y parecía sonreír a quienes lo miraban.Para el oficial que debió elaborar el informe de lo ocurrido, los hechos eran claros. Durante la tormenta, el mar había arrastrado los restos de la goleta hacia las rocas, y Svan había muerto allí. La investigación no daba cuenta de que en el ojo de la herrumbrosa ancla que había quedado en la playa, alguien había fijado, con expertas manos de marino, un trozo de cabo de Manila. En el otro extremo, aparecía cortado por hábiles navajazos.

EL MARINERO ESPAÑOL



La voz del capitán de la fragata española “Nuestra Real Capitana de la Purísima Encarnación” sonó ronca y grave.
-¡Contramaestre! ¡Mandad un hombre a acuartelar la vela de sobrejuanete antes de que se rife!
Juan Gómez, obedeciendo la perentoria orden, giró para elegir al desdichado que, con riesgo de su vida, debería trepar por la jarcia del palo mayor en medio de la tormenta que se abatía sobre el buque. Pero ya uno de ellos se había lanzado hacia la amura, y trepaba presuroso afirmando sus pies descalzos en los ásperos cabos de cáñamo de los obenques.
Llevaban ya varias semanas de navegación después de haber dejado atrás el Río de Solís en su viaje hacia Manila. Ahora enfrentaban las furias del Paso de Hoces, allí donde las olas de ambos océanos competían por hacer presa de las naves que se atrevían a desafiarlas, empujadas por los vientos desatados del confín del mundo.
Los tripulantes de la fragata, hombres duros hechos a la vida del mar, no pudieron evitar sentir admiración por aquel hombre que los miraba desde allá arriba, abrazado al mastelerillo.
Don Pero Menéndez y Alarcón, Conde de Fuentecillas y Capitán de la fragata, compartía el sentimiento de sus tripulantes y volvió a ordenar.
-¡Haced que el maestre despensero dé a ese marino una ración doble de aguardiente!
Poco después de atravesar el peligroso paso, y ya en franco viaje en procura de las Reales Posesiones de las Islas Filipinas, un nuevo incidente puso en severo riesgo la seguridad de la nave. El cabeceo de la fragata, al enfrentar las largas olas azules del Mar Pacífico desprendió, bajo cubierta, una lámpara de aceite. Ésta iluminaba apenas el pasillo que conducía a una santabárbara allá en la extrema popa, bajo la cámara del comandante.
El grumete que acababa de llenarla con aceite fue quien dio la voz de alarma, con la expresión más temida por los hombres de mar de todas las naciones y todos los tiempos: ¡Fuego abordo!
El aceite inflamado corría por la cubierta, y se aproximaba a la puerta del pañol. Todos sabían que allí se almacenaba suficiente pólvora como para que la fragata recargara una y otra vez sus cuarenta y dos cañones.
Repitiendo la voz de alarma, los hombres se precipitaban bajo cubierta con cubos de agua de mar, pero el denso humo del aceite inflamado los rechazaba de entre las llamas. ¡El buque estallaría apenas éstas atravesaran esa puerta que ya lamían!
Pero uno de ellos, decidido, se arrojó al fuego que fulguraba tras la humareda, y volviendo una y otra vez por cubos de agua, logró extinguir el amenazante reguero de llamas.
Una vez más, el capitán sintió admiración por aquel hombre, en quien había reconocido al marino que trepara por la jarcia pocos días atrás en medio de la borrasca, y se dirigió a él personalmente.
-¡Mudaos de ropa, y presentaos en mi cámara!
Poco después, cuando aún bajo cubierta se percibían los restos acres del humo del incendio, el marinero llamaba a la puerta del capitán.
-Quiero felicitaros en persona por vuestro valor dos veces demostrado –fueron las palabras con las que Don Pero recibió a aquel hombre –Mas decidme, ¿no teméis por vuestra vida?
-No, Señor –fue la simple respuesta, y con asombro el Conde de Fuentecillas se vio obligado a mirar al rostro de quien le hablara.
Era éste un hombre de piel cetrina, estatura baja, y un cuerpo enjuto que hacía imposible determinar sus años. Su cabeza, descubierta del pañuelo que respetuosamente tenía en las manos, terminaba en una tupida mata de pelo crespo y entrecano, que antes había sido seguramente tan renegrido como el de los gitanos andaluces. Sus ojos, de intenso color negro, tenían un brillo que mostraba serenidad y convicción. Nariz aguileña, pómulos salientes, y nada de barba. Vestía la clásica saya y un jubón blanco muy limpio. Sus pies estaban descalzos.
-¿Sois español?
-No, Señor.
¿Sois al menos cristiano? Vuestro porte es más el de un moro, o un judío.
-Nací judío, Señor. Pero hacen ya largos años he prestado a los cristianos un reconocido servicio, y acaso deba considerarme como tal.
-Sois un hombre valiente, y hasta diría temerario. ¿Podéis decirme qué os impulsa a arrojaros en brazos de la muerte en cuanta ocasión halláis? ¡Parecéis buscarla!
Si, Señor. Es tal como vos decís. He conocido a la muerte, y he vuelto de ella. Y he podido comprobar que, pese a buscarla, es imposible que un hombre muera dos veces. He enfrentado a las fieras del circo romano, he luchado contra las hordas del rey Atila, estuve en las sangrientas batallas por la conquista de Jerusalén, he servido en Lepanto a las órdenes del Almirante Andrea Doria. Pero no he podido volver a contemplar el rostro de la muerte en mil setecientos años de vida. Os repito, Señor. Ningún hombre muere dos veces, y yo ya he muerto.
Conforme el hombre hablaba, el capitán sentía que su admiración se trocaba en asombro, y finalmente en ira. ¿Acaso este simple marinero pretendía burlarse de él?
-¡Estáis a un punto de proferir una blasfemia! ¡Y si tal cosa sucede, os mandaré ahorcar de inmediato, sólo para que veáis a la cara la ansiada muerte de la que abjuráis!
-Me haréis, Señor, un delicado servicio. Pero temo que si así procedéis, la soga se desprenda, o el palo se precipite sobre la cubierta. Os repito que no me es posible morir pues ya he muerto, y he sido regresado a la vida.
-Ante estas palabras, don Pero Menéndez y Alarcón, Conde de Fuentecillas, no pudo evitar bajar la vista, ni refrenar el impulso de santiguarse. Una última pregunta salió de sus labios.
-¡Cuál es vuestro nombre, marinero?
-Mi nombre es Lázaro, Señor.

GAME OVER



Bob Johnson había leído a solas, palabra por palabra, las instrucciones que recibiera en su pequeña pantalla azul. Éstas eran inequívocas: se había detectado un submarino ex soviético, de la clase Zulú, navegando en inmersión en aguas del Atlántico. Su rumbo aparente lo llevaría a situarse en una posición cercana a Nueva York, y desde allí le sería posible lanzar un ataque nuclear fulminante contra esa ciudad, sin posibilidades de contramedidas que lo evitaran. Las víctimas se contarían por millones, haciendo que el atentado contra las torres gemelas, en 2001, fuera relegado a la categoría de una anécdota.
La guerra fría había concluido, pero en el mercado negro era posible obtener desde fusiles “Kalashnikov” hasta bombas atómicas, y por supuesto, submarinos de propulsión nuclear. Sólo era cuestión de pagar sin chistar, y en moneda dura, los precios exigidos por desencantados ex marinos de la Flota Roja, políticos corruptos, y traficantes sin escrúpulos. Tampoco faltaban quienes podían y querían comprarlos entre la abundante y variada fauna de terroristas políticos, extremistas religiosos, y gobiernos sin principios.
Lo concreto era que uno de esos buques, que ningún país del mundo reconocía como propio, estaba a punto de colocarse en posición de lanzar el tan temido ataque. Se había decretado el estado de alerta máxima, y todos los medios militares del país más poderoso del mundo habían sido puestos en la tarea de localizar y destruir al esquivo enemigo.
Bob Johnson, pese a su juventud y relativa inexperiencia, estaba al mando del USS “Scorpion”, submarino nuclear de ataque de última generación, y su posición en el Atlántico lo situaba como el medio más cercano al buque hostil. El “Scorpion” era entonces la mejor y acaso la única posibilidad de evitar la catástrofe destruyendo al enemigo que se aproximaba. Millones de habitantes de Nueva York, la supremacía de su nación, y acaso la supervivencia del mundo mismo dependían de Bob Johnson.
Al iniciar su patrulla, él mismo había seleccionado cuidadosamente las armas que ahora tenía abordo, de entre un vastísimo arsenal. Si bien el submarino era equipado con armas y contramedidas previamente establecidas en los Reglamentos, el comandante tenía la posibilidad de modificar esa dotación.
Ahora, en el mar, y ante la inminencia de un ataque que debía evitar, sabía que tendría absoluta autonomía para elegir el modo en que llevaría a cabo su misión, y que el resultado final dependería exclusivamente del modo en que se condujera en los momentos de prueba. Debería tomar sus decisiones a solas, tal vez sin posibilidades de sopesarlas debidamente. No obstante, confiaba en su frialdad, y sobre todo en su instinto. Acumulaba incontables horas de práctica frente a las pantallas de entrenamiento, y ahora se sentía seguro y confiado ante su pantalla de combate.
Poseía información de inteligencia que le señalaba la última posición de su oponente, y las coordenadas de su probable punto de destino. Nada más.
Su primera orden, digitada en el teclado de la computadora que tenía ante sí, fue dirigirse a toda máquina hacia el punto de la última detección. Luego, se concentró en determinar, a partir de la velocidad y el rumbo aparente de su enemigo silencioso, el punto del vasto océano en que ambas naves habrían de encontrarse, al que en la jerga se denominaba Punto de encuentro probable, o simplemente, “PEP”.
Ordenó rápidamente una corrección del rumbo. “Cero – siete – uno”. Y confirmó a las máquinas “Todo adelante”.
Mientras el submarino caía ligeramente a babor por la acción de la corrección aplicada a los timones, ordenó prepararse para inmersión, y luego sumergirse. “Profundidad mil pies” tecleó rápidamente, y el monitor, tras confirmarle la recepción de la orden mediante la repetición de la misma, como es costumbre en todas las marinas, comenzó a mostrarle las sucesivas profundidades que el “Scorpion” alcanzaba.
-¡Qué sencillo es sumergir uno de estos peces” –se dijo, recordando los días en que se capacitaba en el simulador de un submarino convencional, del tipo de los que se usaban en la segunda guerra mundial. -¡Esos comandantes debían estar atentos a mil detalles!
Conforme se aproximaba al PEP, aumentó su atención hacia los sonares. Mantuvo encendido el activo pues le daría mayores oportunidades de localizar al enemigo, pese a que el emitir ondas de eco era el mejor modo de delatar su presencia, hasta el límite de lo prudente. Su instinto de cazador le señaló el momento de desactivarlo, y todo indicaba que había acertado. Poco después, el sonar pasivo le indicó la detección de un eco lejano que avanzaba hacia un punto, algo al norte del PEP a toda marcha.
Ordenó reducir la potencia de sus máquinas a un tercio, e hizo que la computadora de navegación calculara la localización del nuevo PEP. Consecuentemente corrigió el rumbo, e inició una metódica revisión final de sus sistemas de armas. Había seleccionado para el ataque los torpedos filoguiados de alta capacidad explosiva, y un alcance de cuatro millas. Bob Johnson sabía que contaba con el factor sorpresa, y tenía la firme determinación de ganar.
El sonar pasivo le indicaba que el enemigo se aproximaba al PEP sin corregir rumbo ni velocidad. O no lo había detectado o el comandante que se le oponía tenía nervios de acero, pues no reaccionaba ante la presencia de un buque que debía asumir como hostil. Parecía pensar con la frialdad de una máquina programada para vencer.
El sonar comenzó a indicarle las sucesivas distancias relativas. “Cinco – punto - dos”, “Cinco – punto - cero”. Sabía que cuando su pantalla le mostrara un “Cuatro – punto – cero” su enemigo estaría al alcance de sus torpedos, y podría comenzar a ser considerado un blanco. Pero decidió asegurar su tiro, esperando a que la distancia se redujera al menos a tres millas.
-¿Será todo tan sencillo? –pensó.
Pero un instante después el submarino enemigo inició lentamente una maniobra de cambio de rumbo cayendo hacia estribor, lo que lo llevaría a describir una amplia curva. El comandante enemigo ahora sabía que Bob Johnson estaba allí, acechándolo. Comenzaba el viejo juego del gato y el ratón. Sólo que este ratón tenía dientes afilados, una determinación de vencer tan firme como la que animaba a Bob, y combinaba frialdad y precisión al tomar sus decisiones.
Consultando la carta del fondo marino, encontró un cañón sumergido entre dos riscos para situar su nave. Sabía que si se localizaba allí, un torpedo enemigo reducía sus posibilidades de impacto, y el sonar activo de su oponente le daría información tal vez errónea, a causa de los ecos que rebotaban en las paredes del cañón. Bob Johnson, en ese momento, hubiera deseado ser invisible.
La maniobra fue difícil, y duró más de lo esperado. Mientras la realizaba, debió mantener sus máquinas en marcha, aun sabiendo que el enemigo lo escucharía. Pero ya había iniciado el proceso de situar su nave en posición de acecho, y ese cañón sumergido era un regalo de la Providencia que no podía rechazar.
Mientras tanto, el enemigo continuaba describiendo su curva. Había vuelto a ponerse fuera de su alcance, pero la distancia relativa comenzaba nuevamente a acortarse: “Cuatro – punto - ocho”, “Cuatro – punto – seis”, indicaba el sonar.
Su dedo índice buscó el botón de disparo de los torpedos. Sólo se daría un margen mínimo para asegurar el tiro. Tan pronto la pantalla le mostrara que su rival había alcanzado la distancia relativa de tres millas y media, dispararía.
“Cuatro – punto – cuatro”, “Cuatro – punto – dos”
Bob Johnson llevaba horas concentrado frente a su pequeña pantalla azul, que le suministraba a cada instante toda la información que podía necesitar: los ecos del sonar, los parámetros de su propia navegación, su disponibilidad de combustible, el estado de cada tanque de lastre. Y naturalmente, la disposición de sus armas.
“Cuatro – punto – cero”, “Tres – punto – ocho”
Hacía rato que los torpedos filoguiados habían pasado de la condición de “Alerta” a la de “Listo a disparar”.
Sentía correr la adrenalina por su cuerpo, olvidando el hambre y la sed, y hasta la necesidad de ir al baño que atenazaba su vientre. Su cuerpo, su mente, su vida misma, estaban pendientes del instante supremo en que con un simple movimiento de su dedo índice habría de oprimir el botón que acabaría con el angustioso juego.
Acaso ese exceso de concentración le impidió prestar atención a un segundo eco del sonar, mucho más tenue y frecuente, que señalaba que un objeto pequeño se aproximaba a su proa a más de setenta nudos.
Cuando lo descubrió, ya era tarde. El enemigo se había anticipado en disparar, y le había lanzado un torpedo que la posición del “Scorpion” en el cañón submarino le impedía eludir.
Disparó rápidamente sus propios torpedos, aún sabiendo que el del enemigo lo alcanzaría antes, convirtiendo a sus “peces” en inofensivos y tardíos reflejos que jamás llegarían al blanco. En sus auriculares, el sonido de los ecos del torpedo que se aproximaba parecía inundar su mente y su entendimiento con una ensordecedora y macabra música de muerte que le impedía pensar.
Un instante después, Bob Johnson escuchaba el ruido atronador de la explosión, el fatal gemido de los metales al romperse, el del mar que se precipitaba en las entrañas del USS “Scorpion”. Por un instante, percibió que la pantalla quedaba en negro. Y ya no pudo ver más.

Pocas horas después, en Three Mountains, pequeño poblado de Idaho, al pié de las montañas y a cientos de millas del mar, el Dr. Lindsay, médico del hospital de emergencias completaba su informe.
“Robert Johnson Jr, paciente de sexo masculino, de catorce años de edad, sin antecedentes de patologías agudas.
Fallecido por causas aparentemente naturales, en su cuarto, mientras desarrollaba un juego en su computadora.
Sin embargo, el cuerpo presenta evidencias de asfixia por inmersión, y la aspiración de fluidos pulmonares indica la presencia de agua de mar, en la que se detectan al examen microscópico microorganismos marinos vivos. Se ordena autopsia”
A poca distancia de allí, en el cuarto de Bob, en la pantalla de su computadora aún podía leerse, letras blancas sobre fondo negro, una frase final: “Game Over”.

jueves, 1 de noviembre de 2007

¡UN APLAUSO PARA EL ASADOR!

En este relato, excepción a la línea general de mi obra literaria, me alejo de los buques y las leyendas, para incursionar en un tema más cotidiano: el absurdo machismo de algunos individuos de mi género.



-Sara, hoy por ser domingo voy a hacer el asado, así descansás de la cocina. ¿Viste que marido te echaste, no?
-Sara, esta parrilla está muy sucia, ¿No la limpiaste?
-¿Porqué no te corrés hasta el puesto del diariero, y te traés el Clarín? Ah, y de paso, traeme cigarrillos del kiosco de la otra cuadra.
- Che, Sara, decime: ¿Cambiaste de carnicero? ¡Mirá la carne que te vendió! ¡Y estos chorizos! ¡Son peores que los de la vez pasada!
-¡Sara! ¿Qué compraste para la ensalada? ¡Otra vez lechuga y tomate! ¿Por qué no te hacés una escapadita, y te traés algo mejor?
-¡Sara! ¡Antes de irte, alcanzame el querosén y los fósforos! ¡Y buscame unos palitos y un diario viejo, para empezar el fuego!
-¡Ché, Sara, falta carbón! ¿Cómo no te fijaste? ¡Dale, metele, traete una bolsa grande!
-¡Sara, traeme la carne, y alcanzame la sal! ¿Trajiste achicoria para la ensalada? ¡Seguro que otra vez te olvidaste, y después rezongás si te pido que vuelvas a la verdulería!
-Sara, hacé el favor, buscame los anteojos que dejé en algún lado, que quiero leer el diario mientras hago el asado.
-Sarita, ¿Vos no me traerías la gorra de visera? ¡Este sol me hace doler la cabeza!
-¡Dale, Sara, alcanzame un tenedor, así lo doy vuelta! ¡Apurate, que se quema!
-¡Sara, vos no sabés el calor que hace acá al sol, y más al lado del fuego! ¿Por qué no me servís un vasito de vino fresco? Pero ché, ¡del bueno, no del que comprás vos!
-¡La flauta, no sabés el hambre que me agarró! Dale, ¿por qué no te vas al almacencito de la vuelta, y te traés un salamín y un poco de queso? ¡Pero fijate que no esté muy seco, que a vos el flaco del almacén siempre te encaja lo que tiene de clavo!
-Sara, ¿Volviste? ¡Mirá que ya casi están los chorizos! ¡Apurate, armá una picadita, que tenés que hacer la ensalada! ¡Y traete un Gancia! ¡Ponele hielo y limón! ¡Y no le echés demasiada soda, que lo arruinás!
-¡Sara! ¡El pan! ¡A que te olvidaste de comprar el pan! ¡Dale, metele que te van a cerrar!
-¡Este queso que te vendieron está muy duro! ¿Ves que tengo razón?
-¡Sara, andá poniendo la mesa!
-¡Sara, traeme una fuente, que llevo la carne!
-¿Preparaste la ensalada? Me parece que le falta sal. Hacé el favor, está al lado de la parrilla. Traéla.
-Yo digo, ¿Nadie pide un aplauso pa´l asador? ¡Ché, que mala onda!
-¡Pero Sara! ¡Este vino está caliente! ¡Traéte una cubetera!
-Decime, Sara, ¿Qué hay de postre? ¡Fijate si no tenemos alguna lata de duraznos, así le ponés un poco de vino, como hacía mi viejo!
-Sara, ¿Por qué no me preparás un café?
-Y ustedes dos, aprendan. Cuando sean grandes se van a acordar de mí. En la casa hay que co-la-bo-rar. Fíjense si no, como hoy yo hice la comida para que su madre descanse, por ser domingo. ¿Estás contenta, Sara?
-Bueno, Sara me voy a tirar un rato. ¡Estoy reventado! ¿Vos te encargás de limpiar todo esto?

-Te juro, mamá, yo no sé que le pasó a la Sara por la cabeza que me pidió el divorcio. Mirá que yo era un tipo bien casero. ¡Si hasta hacía asado casi todos los domingos, para que ella descanse!