lunes, 14 de enero de 2008

SOMBRAS Y NIEBLA


El diagnóstico de los médicos del Hospital Naval fue concluyente: glaucoma. Y significó para el capitán de corbeta Peter Jackson el fin de su carrera en la Armada Real. La presión intraocular fue la culpable de aquella paulatina pérdida de visión periférica, que irremisiblemente fue minando su nervio óptico, hasta crear, en la parte inferior de su ojo izquierdo, una zona oscura e insondable como un abismo.
Pocos minutos antes aguardaba ante la cámara del comandante del buque en que prestaba servicios, para escuchar las palabras que lo enviarían a casa como un oficial retirado. Ya no podría cumplir los sueños juveniles que lo habían llevado a ingresar a la Armada Británica. Ya no tendría oportunidad de combatir en defensa de su país, tal como lo habían hecho su padre, y el padre de su padre, en otros momentos de la historia de Inglaterra.
Esperaba el retiro con derecho a una mínima pensión, pero no lo que el Almirantazgo le ordenaba: presentarse a un nuevo destino, donde tomaría a su cargo el mantenimiento permanente de un buque. ¡Y que buque!
Se trataba del HMS “Victory”, el más antiguo de la Armada, el legendario buque de Horatio Nelson, el que llevara al almirante a la muerte, y a la gloria, en Trafalgar.
Se lo había conservado en servicio activo desde entonces, y ahora vivía su veteranía en un dique seco del antiguo Arsenal de Marina, en Portsmouth.
Visita obligada de escolares, de turistas, de estudiosos de la historia de Inglaterra y de marinos de todas las marinas que visitaban el Reino Unido, todos encontraban en el veterano navío no sólo al testigo y protagonista de hechos que cambiaron la historia del mundo, sino al único buque de batalla sobreviviente de los gloriosos tiempos de las marinas a vela.
Sus obligaciones en el “Victory” eran simples. Su predecesor había hecho un trabajo concienzudo, y el navío de línea lucía como cuando era la cabeza de la Armada Británica. Además, todo se reducía a conservar pulidos los bronces, bien señalizadas las sendas que seguían los visitantes, y pintadas las viejas maderas. Por otra parte, contaba con la inestimable ayuda del suboficial Mc Kellen, quien parecía conocer al “Victory” mejor que nadie.
Dedicó mucho de su tiempo a recorrer el navío en detalle, y en la última semana que precedió a los hechos que aquí se relatan, a asegurarse de que todo estuviera en orden y convenientemente arranchado: el 21 de octubre de 2005 se celebrarían los primeros doscientos años de la batalla de Trafalgar, y la ceremonia, junto al “Victory” sería imponente.
La tarde anterior permaneció abordo más tiempo de lo habitual, revisándolo todo. Y al salir a cubierta, notó que una espesa bruma, que se convenció procedía del mar, había cubierto por completo al viejo Arsenal de Marina, donde se conservaban, además del buque de Nelson, otros que habían sido señeros en la historia de la Armada Real.
El capitán Jackson estaba seguro de que se trataba de una simple niebla, habitual por otra parte en los cortos días de otoño, pero no comprendía por qué se extendía hacia el interior del navío, bajo cubierta. Tampoco allí le era posible ver nada.
De pronto, su instinto de marino le hizo creer que el buque rolaba, y sonrió al recordar que estaba firmemente apoyado en la platea de un dique seco. Creyó percibir el sonido del viento en las jarcias, pero era imposible que lo hubiera. No en medio de esa niebla pegajosa que parecía cubrirlo todo.
El estruendo de muchos cañones al ser disparados a una vez lo sacó de su ensimismamiento. ¿Qué eran esos disparos tan cercanos? ¿Acaso eran parte de las ceremonias de la siguiente mañana?
Hasta su olfato parecía jugarle una broma, pero bajo cubierta era indudable el fuerte olor a pólvora que procedía de los cañones. ¿Era bruma lo que lo envolvía? Al menos, en el entrepuente, parecía más creíble que se tratara del humo de las salvas. ¿Y esos gritos? Eran órdenes, como si estuviera en medio de una batalla. Y voces de hombres excitados que se daban ánimo, o descargaban en un alarido la tensión suprema en que estaban inmersos. Y ayes de dolor. Y rezos, y blasfemias. Y el picar de balas de cañón en el agua. Y maderas rompiéndose ante un impacto. Y otra vez los olores, el de la pólvora quemada, y también el del sudor de hombres en combate, el de la adrenalina que exhalaban los cuerpos, el dulzón de la sangre, el acre de los vómitos. ¿Acaso estaba loco? ¿Soñaba despierto? ¿O en realidad estaba dormido? ¿O eran alucinaciones, producto del sentimiento que lo embargaba al recorrer aquel histórico buque, en el que Lord Nelson terminó su vida en su momento de mayor gloria? ¿O eran esos otros sentimientos, que no confesaba, de condolerse de sí mismo por su carrera naval frustrada?
Volvió a cubierta, tambaleándose, pues el buque realmente rolaba, y adquiría una súbita escora cuando se disparaba al unísono la artillería de una banda. La bruma seguía allí, más espesa, más densa, más gelatinosa. Era imposible ver a su alrededor, pretender divisar los palos, o al menos las luces del Arsenal. Sólo podía percibir esa inmensa nada gris, que albergaba sonidos y olores. Y uno de éstos era, otra vez, el de sangre. ¡Sí! Era sangre lo que corría por la cubierta, y caía al mar a través de un imbornal. Sangre precedente de un cuerpo que había caído a sus pies, mientras notaba que lo rodeaban hombres que no podía ver, y escuchaba frenéticas voces que parecía surgir de la nada informe de la niebla, voces que se decían, enfáticas, que había caído el Almirante.
Los movimientos a su alrededor parecían llevar bajo cubierta al cuerpo de un hombre, y por un instante se asió a lo que parecía ser una chaqueta de uniforme. Pero los movimientos del tumulto que lo rodeaba lo alejaron definitivamente, dejándole en la mano un trozo de paño, manchado con sangre, que ahora se escurría entre sus dedos al apretar aquel pedazo de tela.
Volvió a preguntarse si era real lo que estaba viviendo. Reconoció al hombre que ahora le hablaba: era Mc Kellen, que le preguntaba si había pasado la noche abordo, y le decía que era inminente el inicio de las ceremonias, y que por favor lo acompañara al entrepuente, pues estaba claro que no se sentía bien.
En su cuarto del asilo para enfermos mentales, vivía sus días de ceguera casi con alivio. Había llegado al convencimiento de que aquella bruma gris había sido el simple preludio de la noche perpetua en que ahora estaba sumido, y que nada de aquello que recordaba del “Victory” había sido real. Los médicos, cuidadosos del equilibrio emocional que habían logrado devolverle en los meses siguientes a su internación, jamás le contaron que en aquel pedazo de paño azul que apretaba entre sus manos esa mañana en que fue internado, habían manchas negruscas que, con técnicas de fechado por medio de carbono 14, revelaban haber sido sangre, aunque con una antigüedad que el laboratorio estimaba en doscientos años.