viernes, 2 de noviembre de 2007

EL BARQUERO DEL INFIERNO

Tercer Premio en el XIII Concurso Internacional de Poesía y Narrativa Breve, organizado por la Editorial de los Cuatro Vientos, Buenos Aires, Junio de 2007.


Acababa de regresar de sus vacaciones en los Alpes franceses cuando sonó el teléfono. Era Carlo, su antiguo compañero de la Escuela de Buceo de la Marina Italiana.
-¡Luca, debo verte hoy mismo! ¡Encontré un sitio maravilloso donde bucear!
No logró que Carlo entendiera que recién había regresado. Había agotado sus vacaciones, y el lunes sin falta debía volver a las oficinas de la Compañía de Seguros Marítimos en donde trabajaba como perito. Carlo Volpaggio, su amigo, antiguo buzo del Servicio de Rescate Naval, no le dejó introducir una sola palabra en la conversación.
-¿Es que no entendés, Luca? ¡Es una oportunidad única! ¡El pescador me aseguró que está allí, que él mismo arrastró con la red un trozo de la cubierta!
Una hora después, los apurados timbrazos de Carlo retumbaban en su departamento del centro de Roma, sobre la Vía del Corso. Apenas había tenido tiempo de llevar al sótano los esquíes, y de cambiarse la ropa con la que había viajado desde el hostal de frontera.
-Te lo explicaré de nuevo, Luca. En El Pireo hablé con un pescador que asegura haber hallado los restos de un viejo trirreme, magníficamente conservados, y a no más de veinte metros de profundidad, en el Mar Egeo, y entonces…
-¡Y entonces el tal pescador te dio el dato por tu linda cara de buzo italiano! Si pagaste por la información, tal vez ahora tu amigo griego esté rompiendo platos para celebrar el éxito de la más reciente versión de la vieja estafa del plano del tesoro perdido.
Carlo frunció el ceño, disgustado por la ligereza con que Luca tomaba aquel asunto que para él era de la mayor importancia. Entonces, le explicó que su fuente de información era el director del Museo de Antigüedades de Atenas. Él poseía datos acerca de la ubicación exacta del trirreme. El pescador la había precisado cuando pretendió vender al museo un trozo de cubierta que había arrancado con sus redes.
Carlo conocía al Profesor Tolakis, director del museo, desde hacía varios años. Había sido contratado para localizar una antigua estatua presuntamente hundida frente al puerto de El Pireo, y que jamás fue localizada. Conservaban una buena amistad y respeto mutuo, a causa del concienzudo trabajo de exploración subacuática que Carlo realizó. Había recorrido cada metro cuadrado de un fondo marino en el que se acumulaban desperdicios de treinta siglos. Ahora, el profesor Tolakis le había pedido que fotografiara al trirreme, hundido a escasa profundidad, en aguas calmas, para evaluar la posibilidad de su recuperación.
-¿Cómo es posible que no se destruyera en todo ese tiempo? –había preguntado Carlo.
-La explicación es simple: parece ser que poco después del naufragio lo cubrió un manto de ceniza volcánica. El desagüe de una usina recientemente inaugurada en la costa se ocupó de barrer la ceniza, dejando el casco al descubierto después de todos estos años. El Museo intervino, e hizo que desviaran las cañerías. Los dueños de la usina protestaron, pero cuando ofrecimos pagar los gastos, debieron rendirse.
Dos días después estaban aterrizando en Atenas. La línea aérea les había cobrado una suma sideral por el exceso de equipaje que correspondía a tres equipos de buceo completos. Pero ganarían una buena suma por las fotografías, y eso sin contar lo placentero del buceo en aguas calmas y transparentes, y lo excitante de tener a la vista una embarcación griega de dos mil quinientos años de antigüedad.
En el Pireo se embarcaron en el “Eliakis”, un buquecito viejo de grandes condiciones marineras, que había sido fletado por el Museo de Antigüedades. Su patrón era un griego obeso y conversador, al que todos llamaban Miki. La tripulación estaba compuesta por dos marineros, Giorgios y Nikolaos, en los que Miki tenía plena confianza y un mecánico, Theodoros, que a la vez oficiaba de cocinero. Como pasajero, también embarcó un especialista del Museo de Antigüedades de Atenas que además era buzo, el doctor Dionisios Filacópulos.
Miki era un experto marino, y había aprovisionado el buque para los cuatro días de navegación que esperaban tener. Embarcó comida suficiente para una dotación de al menos quince hombres, agua dulce, combustible y naturalmente, vino. Carlo y Luca, apenas llegaron a bordo, recorrieron el viejo barquito de proa a popa, y debieron reconocer que su patrón era un marino concienzudo, pues pese a los años, la embarcación de treinta metros de eslora estaba en magníficas condiciones. Ellos, por su parte, trasladaron a un pañol contiguo a su camarote los equipos de buceo.
Antes de la maniobra de zarpada, Carlo y Miki trazaron el plan de navegación, que en menos de veintidós horas debía permitirles fondear junto a la isla de Parandros, cercana a Kea, en el archipiélago de las Cícladas, en pleno Mar Egeo.
Cuando finalmente fondearon en el sitio indicado, a algo más de una milla de la costa, Carlo no tardó en realizar una primera inmersión. El fondo del mar, cubierto de un manto grisáceo de ceniza, se mostraba pletórico de criaturas que las tibias aguas del Egeo dejaban crecer con profusión. Entre algas y erizos de mar, cardúmenes de pequeños peces azules se alimentaban de otros, mucho menores en tamaño. Éstos, a su vez, lo hacían del desove de otros peces, minúsculas perlas rojas o negras que cubrían el fondo por franjas. Era el eterno juego de la vida y la muerte que se desarrolla permanentemente debajo de las olas.
Más allá, hacia el este, un ancho surco de arena mostraba el canal en que la corriente generada por el desagüe de la usina había removido las cenizas. Ascendiendo por la suave pendiente del mismo, a no más de doscientos metros, la silueta de un casco reposaba en el fondo. Eran perfectamente reconocibles las formas de un buque muy antiguo, que yacía mansamente sobre su quilla.
El casco de madera parecía estar en bastante buen estado, aunque se veían varios rumbos, por los que podía observar algunos bloques de mármol. Era evidente que fue el peso de la carga lo que impidió a la madera flotar, una vez abierto el rumbo que ocasionara el naufragio. Por un momento pensó que la ausencia de espacio para los remeros descartaba que se tratara de un trirreme, pero recordó que esos buques sólo los llevaban para maniobrar durante el combate, en tanto que los destinados al comercio simplemente se propulsaban por la fuerza del viento. La proa se conservaba bastante entera, en tanto la popa mostraba señales de un fuerte deterioro.
El doctor Filacópulos había explicado que nunca se encontró un buque así. La poca información de que se disponía sobre estas naves procedía de conjeturas en base a representaciones halladas en tumbas o excavaciones de ruinas. Por eso era tan importante para el museo su recuperación.
Notó que el mástil faltaba casi por completo, y se preguntó si acaso esta pérdida fue causa o consecuencia del naufragio. Nadó hacia el muñón del palo. Éste apenas se asomaba de entre la ceniza que llenaba el viejo casco, y notó que había zafado casi por completo de su sitio de amarre.
Controló la hora, y advirtió que se aproximaba al límite de seguridad de la inmersión, por lo que emprendió el regreso a su buque, ascendiendo casi verticalmente desde la posición en que estaba el casco sumergido.
Una vez abordo, describió el hallazgo a Luca y al doctor Filacópulos. Pronto se unió Miki, quien para festejar el éxito portaba sendos jarros de un exquisito y suave vino griego. Los datos del pescador habían sido precisos, y el casco simplemente estaba allí, esperando que la remoción de los bloques de mármol permitiera ponerlo a flote.
Luego de escuchar el relato, Luca y el enviado del Museo hicieron una inmersión breve, pues ya caía la tarde. Su propósito era simplemente elegir los lugares en que situarían las cámaras para obtener las mejores vistas del trirreme. Al cabo de una hora estaban de vuelta abordo.
La cena a base de pescado que preparó Theodoros resultó riquísima, y el vino distendió la emoción del hallazgo, facilitando la charla de una sobremesa prolongada.
Allí Carlo explicó una vez más los detalles que había alcanzado a reconocer, e hizo referencia a los restos del palo, que parecía haber sido arrancado de su lugar de encastre, en la propia quilla. Luca elaboró una teoría acerca de posibles daños en ese sitio como motivo de la remoción, pero Giorgios, el marinero de mayor edad, no estuvo de acuerdo. “Fueron los propios tripulantes quienes arrancaron el palo”, aseguró. “Temían por sus vidas, y buscaban el cofre”.
El doctor Filacópulos explicó entonces una vieja leyenda: los primitivos pueblos helénicos imaginaron un mundo poblado por seres semejantes a los hombres por su aspecto, con las mismas virtudes y defectos, y con facultades sobrenaturales. Entre esa pléyade de dioses y héroes estaba Caronte, quien navegaba las aguas de la laguna Estigia, de la que nacía el río Aquerón. Su misión era conducir las sombras de los muertos a un sitio de paz eterna, alejándolas de aquel río que sumía sus aguas directamente a un mundo subterráneo, donde Hades gobernaba sobre los muertos que no habían alcanzado el Paraíso. De esa creencia tomó el cristianismo la idea del infierno.
Pero había un detalle fundamental: Caronte exigía el pago de un tributo, una moneda de oro, para permitir a las almas abordar su barca. Por ello, los antiguos griegos eran enterrados con una moneda en la boca y con los labios cosidos ritualmente. En los buques era tradición que se conservara, para ese fin, un cofre de monedas en sitio seguro. Ningún lugar resultaba más a propósito que el encastre del palo, pues era imposible removerlo sin que la tripulación lo advirtiera.
Cuando ocuparon sus literas en los camarotes, sólo Giorgios permaneció en el puente cubriendo la guardia.
Al amanecer Miki recibió, por radio, un aviso de que se esperaba una tormenta para las primeras horas de la tarde, y así lo señaló a sus pasajeros. El temor de éstos era que el consecuente mar de fondo quitara visibilidad al lecho marino en que reposaba el trirreme, y demorara la obtención de las fotografías que eran el objeto de la expedición. Por ese motivo decidieron que apenas el sol estuviera suficientemente alto comenzaría la rutina. La propuesta de Carlo fue dividirse en dos equipos: Luca y el doctor tomarían las fotografías panorámicas, en tanto que Carlo obtendría fotos de detalles del trirreme naufragado.
Hacia las nueve de la mañana hicieron la primera inmersión. El doctor Filacópulos seleccionaba los mejores ángulos, en tanto Luca obtenía magníficas vistas panorámicas del naufragio. Carlo, entretanto, recorría concienzudamente el casco, logrando una colección de detalles que, aún en caso de que el viejo barco no pudiera ser conducido a tierra, permitiría a los especialistas del Museo investigar el modo en que tres mil años atrás los hombres navegaban por el Egeo.
La segunda inmersión, que habría de ser más breve, la realizaron alrededor del mediodía. Luca y el enviado del Museo se concentraron en la popa de la nave. Carlo, entretanto, revisó minuciosamente el sitio de anclaje del palo, pues creía que la teoría de Luca acerca de daños en la quilla merecía ser investigada.
Removiendo con las manos la ceniza que llenaba los espacios entre el cargamento de mármol, llegó a la base del palo. Al tacto no encontró señales de daño, dando credibilidad a la explicación de Giorgios. Su mano tropezó con algunas astillas y restos de pequeñas piezas de metal. Eran, en apariencia, los restos de un cofre, y eso aumentó su excitación. Tanteando entre los restos, reconoció la forma de una moneda.
Los grabados de ese pequeño disco metálico darían a los expertos datos suficientes como para fechar con precisión el naufragio, así como el origen exacto de la nave, identificándola con alguno de los estados helénicos. Colocándola dentro de su traje de neoprene, regresó a la superficie.
El doctor manifestó no ser un experto en numismática arqueológica, por lo que toda respuesta debería esperar el examen de los especialistas en Atenas. Pero con el rigor científico con que estaba acostumbrado a trabajar, examinó la moneda.
Era una pieza de oro de pequeño tamaño, que en una de sus caras reproducía la imagen de quien supuso era un rey. El reverso, en caracteres helénicos, lo identificaban como Lisímaco, Rey de Tracia. Sabía que éste fue uno de los generales de Alejandro Magno, que a su muerte disputó con otros generales los despojos del imperio. Pero Tracia no se localizaba sobre el Egeo, sino a orillas del Mar Negro. Dedujo que era allí a donde se dirigía el trirreme.
Pero estos datos eran informales, y los expertos seguramente extraerían de la moneda información suficiente como para escribir un libro. Por eso, la introdujo en un sobre, que lacró y firmó conjuntamente con Luca, Carlo y Miki. Luego colocó el sobre en una bolsa plástica que cerró con cinta adhesiva. Finalmente, depositó el envoltorio en la caja fuerte que el Museo había instalado en su camarote.
Durante la cena, todos mostraban el mismo entusiasmo que durante la noche anterior, excepto Giorgios. Éste comió su plato de spaguettis en silencio, y al retirarse se limitó a mascullar: “Esa moneda pertenece a Caronte, pues era el pasaje de un marinero muerto. No debieron retirarla de allí, no importa cuántos años lleve a bordo de su buque. Caronte vendrá por ella”
El comentario despertó entre los comensales sonrisas de complicidad. Miki rió abiertamente, y gritó a Giorgios, mientras éste se marchaba: “¡Apuesto a que si te encuentras una bolsa llena de monedas como ésta no dudarías en disputársela a Caronte aún a bordo de su barca!”
Durante la noche, Nikolaos cumplía su guardia en el puente cuando advirtió que una silueta oscura se deslizaba por la cubierta en sombras. Supuso que era Theodoros, el mecánico, a quien conocía por el extremo cuidado con que atendía sus máquinas, y lo imaginó regresando del castillo de proa, tras constatar el buen estado del cabrestante del ancla. Cuando lo vio regresar a la proa, ahora en compañía de uno de los buzos italianos que sólo vestía su ropa interior, decidió investigar. No quería despertar a su patrón, Miki, sin un buen motivo, y se dirigió él también a la proa. Pero no había nadie allí.
Revisó el pequeño sollado que albergaba a los tripulantes, y notó la silueta enorme de Theodoros, que dormía pesadamente. Recién entonces despertó a Miki, el que rápidamente se hizo cargo de la situación, y llamó a la puerta del camarote que compartían los buzos. Quería asegurarse de que ambos estaban en él, y reprochar a su marinero por haberse dormido durante la guardia. Pero para sorpresa de todos, Carlo no estaba en el camarote.
La tripulación y los pasajeros se reunieron en el puente de mando. Acababan de realizar una prolija búsqueda por cada rincón del pequeño barco, y el buzo no estaba en ninguno de ellos. Se resolvió dar aviso a las autoridades marítimas, que enviaron una lancha de reconocimiento. Luca se había asegurado de que no faltaba ningún equipo de buceo. El doctor Filacópulos, apesadumbrado, dio por finalizada la misión que los llevara hasta allí e introdujo en la caja fuerte los rollos de película. Al hacerlo, tomó el envoltorio en que había resguardado la moneda durante la tarde anterior, pero al tacto ésta no se notaba en su sobre. Con Miki y Luca como testigos, lo abrió. La cinta engomada estaba intacta, el sello de lacre no había sido violado, las firmas, incluida la de Carlo, estaban aún en el sobre que aparecía sin signos de haber sido abierto. Pero la moneda que representaba al Rey Lisímaco había desaparecido sin explicación.
Al anochecer, la radio les llevó la noticia que deseaban no escuchar. La lancha de patrulla había hallado, flotando, los restos de un hombre. No presentaba signos de violencia, excepto que sus labios aparecían cosidos con una antigua hebra de cuero crudo. Al abrirla, el oficial que comandaba la embarcación había hallado bajo la amoratada lengua una antigua moneda de oro.
La pesadumbre y el desconcierto se adueñaron de todos, incluso de Giorgios, el marinero, quien se mostraba particularmente afectado por la extraña muerte del buzo italiano. Por eso, durante la noche, descuidó su guardia y no alcanzó a ver que, desde el costado del buque, cercano a la proa, se desprendía el casco negro de una barca. Una oscura silueta la impulsaba mediante una pértiga. El barquero vestía una túnica negra, y cubría su cabeza con una capucha del mismo color. Bajo ella, si alguien hubiera podido ver su rostro, hubiera notado dos cuencas vacías llenas de negrura y silencio.

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