viernes, 2 de noviembre de 2007

RUMBO AL MAR ABIERTO




La bahía se asomaba al mar abierto mirando directamente hacia el este, y en cada amanecer el sol la inundaba de luz con sólo espiar por el rojo horizonte. En su extremo norte, un acantilado caía a pique sobre las olas, y crecía hacia el cielo en un viejo faro que parecía haber estado ahí desde siempre.
Un veterano farero se ocupaba de que cada noche cumpliera la guardia señalando su presencia a los navegantes, y advirtiéndoles del peligro de las rocas sumergidas. Más de una vez éstas habían hecho presa de los osados capitanes que por alguna razón se acercaran imprudentemente a la playa. La lisa arena blanca, extendida a los pies del barranco, convertía a la bahía en un lugar codiciado por los veraneantes.
En el otro extremo, los escollos emergían de la espuma como una procesión de primitivos e inmóviles monstruos marinos de encorvadas espaldas, y se agolpaban sobre la arena, cerrando el paso hacia el sur. Allí, sobre la misma playa, los restos de una vieja goleta, escorada definitivamente sobre su banda de estribor, daban mudo testimonio de los peligros del mar. A pocos metros de su proa, el ancla semienterrada sugería a quienes pasaban el verano en la playa el vano intento de refugiarse en la bahía que los olvidados tripulantes habían hecho en alguna remota noche de tormenta.
El abandonado casco semidestruido era, para la mayoría, una mera atracción turística que daba carácter a la playa. Para muchos, un objeto curioso cuya utilidad se había reducido a dar marco a las fotografías del verano, y para algunos, el olvidado recuerdo de una tragedia. Pero para Svan era el hogar al que regresaba cada tarde, luego de recorrer las casas y hotelitos del poblado en busca de algún trabajo de ocasión.
Svan se había refugiado allí porque su pelo rubio se había blanqueado de recibir espuma de las olas del mar abierto, y sus ojos celestes de viejo marino necesitaban del horizonte para seguir vivos. Esos ojos, que vieran por primera vez el eterno ir y venir de las olas hacía incontables años en una aldea de pescadores de algún país del norte del mundo, eran el refugio de las pocas fuerzas que Svan conservaba de una vida vivida a bordo de los buques balleneros.
Su hogar naufragado era un lugar extraño al que Svan paulatinamente se había ido acostumbrando. Las cubiertas, en el agudo ángulo al que habían sido condenadas por la posición del buque, eran difíciles de transitar, pero eso servía para evitar que los turistas más curiosos se adentraran en su mundo de viejas maderas. Los mamparos de babor parecían caer hacia Svan, en tanto que los de estribor se inclinaban hacia la playa, en una casi invitación a caminar por ellos. La mayoría de los objetos de a bordo eran inútiles, o habían desaparecido en algún momento de los muchos años que la goleta llevaba abandonada sobre la playa.
La vieja cocina a leña, recuerdo de tiempos olvidados de los buques de vela, se afirmaba inservible al mamparo de popa, carcomida de herrumbre y sal, bajo cubierta. Su extraño ángulo hubiera hecho imposible sostener sobre ella la marmita, pero de todos modos eso era innecesario. La comida de Svan había ido reduciéndose a las sobras de los hoteles, y de vez en cuando, a alguna vianda olvidada por los veraneantes. A proa del amplio sollado, sobre el mamparo opuesto, un antiguo reloj de bronce verde de tiempo y óxido en el que los números que indicaban las horas parecían haber permutado lugares, señalaba eternamente el momento en que la goleta había muerto sobre la arena.
Dormir, en cambio, le resultaba sencillo, pues conservaba un viejo coy marinero, que aún sabía mantener la vertical pendiendo de sus grilletes. Svan no conocía otra manera de dormir que aquélla.
Esa mañana el calor había sido agobiante. Los hombres y mujeres y chicos que pasaban sus vacaciones en la playa de Svan habían llegado temprano, dispuestos a vivir un luminoso día de sol. Pero el veterano marinero, que había aprendido de su padre, y del padre de su padre, a leer las señales del mar y del cielo, sabía que aquella leve cerrazón en el horizonte, que casi nadie notaba, era señal segura de tormenta. Hacia el mediodía, el viento viró al este, y comenzó a rizar las crestas de las olas, dibujando en la rompiente una blanca advertencia de peligro.
-El barómetro, si tuviera uno, estaría anunciando una borrasca -se dijo Svan. -Pero no lo necesito, la siento en los huesos.
De a poco, las oscuras nubes de lluvia comenzaron a perseguir al sol en su trayectoria, y le dieron alcance hacia las dos de la tarde.
Y con las primeras ráfagas frías, que habían vaciado la playa de oficinistas en traje de baño, Svan salió.
Era una de esas oportunidades que llamaba “la búsqueda del tesoro”, aunque lo que perseguía no eran antiguos cofres pletóricos de monedas de oro que algún pirata hubiera enterrado en la playa. Su deseo se reducía a hallar, en la arena, algunas de esas cosas que los turistas desechan, u olvidan cuando se marchan precipitadamente.
Apenas a unos pasos de la escotilla que usaba para abordar su goleta, descubrió una canasta de mimbre que el viento había empezado a cubrir de fina arenilla. En ella, cuidadosamente envueltos en una bolsa de papel, dos rojos morrones, otros dos verdes, y tres hermosas y doradas cebollas le hicieron imaginar que quien los olvidara ahora estaría ordenando una ensalada en el comedor de su hotel. Junto a la escalera de madera que bajaba a la playa desde lo alto del acantilado, blanca de lluvias y sal y rodeada de tamarindos, alguien había abandonado, en una caja, seis rojos tomates que parecían recién arrancados de su mata. Los recogió como si se trataran de un bien precioso.
El hallazgo lo animó a seguir recorriendo los sitios que los veraneantes habían desalojado con apuro. Saludó a Miguelito, el lavacopas del bar de la playa. Éste le devolvió el saludo animosamente, y lo llamó.
-Svan, no te vayas. Me han quedado algunas verduras listas para hacer un caldo, y para mañana estarán marchitas. Las envolveré, y te servirán para la cena. Te daré también algunos condimentos que el patrón no habrá de extrañar. Aquí tienes pimienta, pimentón, orégano, ají molido, y algunas hojas de laurel. ¡Y no nos olvidemos de la sal, aunque eso por aquí abunda!
Entre hojas verdes de apio, acelga, y una cebolla de verdeo, el amistoso chico había envuelto dos zanahorias, un trozo de zapallo, un ramito de perejil, y cuatro solitarios dientes de ajo que parecían sonreír desde el paquete en que los encerrara.
La lluvia había empezado a caer en gruesos gotones y dibujaba motas en la arena de la orilla, que las olas habían alisado durante la mañana. Al caer, competían con algunos mejillones que el mar había arrojado, y que al refugiarse bajo la arena dejaban escapar delatoras burbujitas. Svan aprovechaba esas señales para recogerlos con sus manos hábiles, aunque la lluvia pronto lo decidió a regresar “a bordo”, como él decía.
-Mis viejos huesos ya no toleran bien estos chubascos -reflexionó prudente.
Abandonada en la arena, detrás del restaurante al que concurrían los turistas, algo llamó su atención. El cocinero había dejado ahí lo que para Svan era un tesoro valioso: una botella de aceite de maíz, cuyo contenido casi llegaba a la mitad.
-Servirá para la lámpara -se dijo. Eso le daría algunas horas de luz, que podría emplear para recorrer una vez más una vieja carta náutica sabida de memoria que señalaba el camino del mar hacia el puerto lejano al que jamás volvería.
Con sus hallazgos entre las manos abordó la inútil y naufragada goleta de la que era a la vez capitán y tripulante, y se acomodó en el coy para pasar la tarde entre ensoñaciones de mares distantes.
Poco después, con la tormenta arreciando sobre el derruido casco y las olas golpeando la popa que llevaba ya muchos años de haber perdido el timón, creyó percibir sobre su cabeza unos pasos que corrían por la cubierta.
-¡Esos niños imprudentes! -se dijo alarmado. -¡Falta que un golpe de mar los arroje a las olas, y esos aprendices de grumete irán a sentarse en el regazo de Neptuno!
Cuando al poco rato volvió a escuchar un apurado taloneo de pies descalzos sobre la cubierta, creyó oír también una voz.
-¡Capitán, Señor, el buque está a son de mar, presto a zarpar!
Fue en ese momento que el mundo de Svan encontró nuevamente la vertical perdida. ¡En un revuelo de objetos olvidados, la goleta se había adrizado! El coy oscilaba bruscamente, retomando su eterno hábito de mecer al marinero al que daba cobijo y lecho al ritmo del rolido. Las horas del reloj habían recuperado su sitio en la esfera.
Precipitadamente subió a cubierta. Creyó soñar despierto al ver que toda una nueva jarcia se afirmaba al palo mayor de la goleta, y que en el reaparecido trinquete, una vela foque estaba lista a ser desplegada para capear el temporal que arreciaba. Lo más admirable era que el viejo casco, a despecho de tantos rumbos como tenía, estaba a flote, borneando en torno al ancla que descansaba en la playa, y a la que ahora aparecía firmemente unido por un flamante cabo de Manila.
Pero su mayor sorpresa fue ver a aquel muchacho vestido a la usanza de los grumetes de su tiempo, que lo miraba con intensos ojos celestes, esperando órdenes. Su instinto de viejo marino lo sacó del asombro, y gritó que era preciso cortar la amarra. El viento había virado, y amenazaba llevar a la goleta a una segunda muerte entre los arrecifes. Apenas se dio cuenta de que había dado sus órdenes en sueco, y que aquel muchacho había comprendido lo que le dijera.
Cumplida la orden con premura y destreza, la goleta tomó rumbo directo a la salida de la bahía, empujada por el viento que ahora soplaba francamente desde tierra lanzando cuchilladas de lluvia sobre la espalda de Svan. Corrió hacia popa, aún sabiendo que su barco no poseía timón con qué gobernarlo, pero encontró, firme en su sitio, una nueva rueda de cabillas, a la que se asió como en los viejos tiempos, cuando perseguía ballenas por los mares subantárticos. No era el momento de maravillarse de que la goleta hubiera recuperado su vida y amarinamiento, sino de correr el temporal que lo sorprendía entre peligrosos escollos de rocas afiladas.
Entre tanto, el muchacho de anticuadas ropas, ojos celestes, y cabello rubio, había desplegado parte del foque, y Svan notó que el buque gobernaba. Así lo sacó a mar abierto, cortando con la proa las olas que pugnaban por ingresar a la bahía que fuera su puerto durante tanto tiempo y que ahora abandonaba, capitán sin quererlo de un buque inexplicable.
Pasó horas afirmado en su puesto, con las piernas abiertas y las manos crispadas, sosteniendo el rumbo. De pronto, tan rápidamente como se había presentado, la borrasca cesó. En la faena de evitar que el mar volviera a cobrarse su presa de antaño, ni siquiera notó que la noche se había cerrado sobre los palos del buque. En el cielo parecía haberse desparramado un alhajero lleno de estrellas, que el diáfano aire del mar transparentaba sin pudor
Sólo entonces encontró el momento para reflexionar sobre el extrañísimo suceso que estaba viviendo. Era imposible que el viejo casco estuviera en mar abierto. Pero también lo era que hubiera recuperado los palos, las jarcias, el timón. Lo único que parecía relacionarlo con el pasado de apenas pocas horas atrás, era aquel grumete que ahora obedecía su orden, deliberadamente dada en sueco, de cobrar toda la vela, y fondear el ancla de codera.
Agotado, bajó al sollado bajo cubierta. Aún estaba ahí la comida que había recogido en la playa, apenas se desataba la tormenta que acababa de llevarlo mar afuera. Se dijo que lo poco que poseía no sería suficiente para sí mismo, y menos aún para un grumete joven y vigoroso. De todos modos, buscó alguna leña seca que había bajo la cocina, y con todas las precauciones que los marinos tienen, encendió el fuego.
Las verduras que Miguel le había dado suministrarían un caldo caliente, y no dudaba que su único marinero lo apreciaría. Comenzó también la preparación de una salsa empleando el ajo y las cebollas que picó y rehogó en un poco de aquel aceite que providencialmente hallara, e hizo lo mismo con los morrones rojos y verdes. Agregó los tomates, y todos los condimentos que el lavacopas había añadido a su improvisado obsequio. Recordó los mejillones, y los puso a hervir en el caldo. Eso habría de abrir los buenos, y le daría oportunidad de desechar los malos. Sabía que necesitaban algo que ayudara a darles sabor, y buscó en la batayola una botella de vino blanco que atesoraba para beber en Navidad, en recuerdo de los viejos camaradas del mar. Volcó sobre los mejillones un vaso generoso. Era poca cosa, pero al menos llevarían al estómago una comida caliente y con sabor
Sin embargo el muchacho parecía resolverlo todo.
-¡Capitán! -le dijo asomándose por la escotilla. -¡Las olas han arrojado sobre cubierta algunos calamares, y un pulpo pequeño! ¡Y de la red que pendía a estribor, he recogido cierto número de camarones, algunos de ellos tan grandes que bien pueden ser confundidos con langostinos! ¡Y hasta algunos berberechos!
Svan tomó aquellos mariscos entre sus manos experimentadas en las comidas del mar, y comenzó a limpiarlos cuidadosamente, quitándoles cualquier resto de arena. Cortó en pequeños trozos los tentáculos del pulpo, y los puso en una cacerola, que arrimó al fuego. Sabía que no era preciso agregar agua, pues la propia carne suministraría la que fuera necesaria, ni vertió sal. El mar, bien lo había aprendido hacía largos años, la ponía en sus criaturas en cantidad suficiente.
Trozó los calamares luego de limpiarlos con cuidado “para retirar sus tripas”, según dijo al rubio grumete que lo observaba hacer sin pronunciar palabra, y los rehogó en crujiente aceite hirviendo.
-¡Separa los camarones de su cáscara, y lávalos muy bien! ¡Y reserva algunos enteros para adornar el plato! -le ordenó.
Entretanto, el pulpo bullía, ya tierno, en su cacerola, y lo agregó a la salsa, a la que incorporó los pequeños trozos de calamar. Volcó también los restantes mariscos de que disponía, y los camarones pelados que su marinero, ahora devenido en ayudante de cocina, le iba alcanzando. Cuando observó que la salsa se había reducido, colocó sobre la preparación los mejillones abiertos, y los camarones que había conservado enteros. Por último, espolvoreó sobre la humeante comida finos trozos de perejil, que su joven ayudante había picado con cuidado con su afilada navaja marinera.
Al finalizar, el sollado de la vieja goleta se había llenado con el aroma de todos los puertos, y el sabor de todos los mares. Tendió al rubio grumete de ojos celestes una cazuela de comida, y se sentó a su vez a la mesa. Sintió en la boca el olvidado sabor de aquel eterno plato marinero, y entonces, recién entonces, fijó su vista en el reloj que pendía del mamparo opuesto. No sólo había recuperado su brillo metálico, sino que sus agujas marchaban acompasadamente, como si la goleta hubiera retomado sus interrumpidas singladuras.
Sin acabar de entender lo que ocurría, escuchó a su joven tripulante preguntarle por el nombre de aquel plato.
-Es lo que los marineros españoles han bautizado “cazuela de mariscos”, -le respondió. -¡Y lo han enseñado a los demás marinos de los siete mares, para que en las noches calmas en que los buques navegan con rumbo firme, recuerden la música de las canciones que cantan bajo cubierta, el color de sus patrias, el olor de las manos de los hombres de sus puertos, y el sabor de las bocas de sus mujeres! ¡Con gusto hubiera dado un brazo por volver a comerla antes de ir a hacerle compañía a los delfines!
Svan miró fijamente al muchacho, que a su vez lo contemplaba con una intensa mirada celeste, y sonriendo le tendía las manos. En ese momento notó el reluciente medallón que llevaba bajo la blusa, pendiendo de un cordón. ¡Era igual al que su madre le había colgado del cuello aquella madrugada en que se embarcó por primera vez hacia alta mar!
“¡Consérvalo allí! ¡Él habrá de protegerte de los peligros de las olas y resacas!”, le había dicho con el último beso, antes de verlo abordar el barco ballenero en que habría de aprender los viejos oficios del mar. Muchas veces Svan se había reprochado haberlo perdido en alguna pelea en aquel tugurio portuario de Ciudad del Cabo.
Entretanto, sin que el viejo ni el joven lo advirtieran, la goleta se había desprendido de su fondeadura, y a impulsos del viento, navegaba firmemente hacia el mar abierto, perdiéndose en la noche.

Por la mañana, al otear la playa, el farero que habitaba el extremo norte de la bahía advirtió que el ruinoso casco había desaparecido del lugar en que sus cuadernas y mamparos se pudrieran durante innumerables años. Temiendo por la suerte de su amigo Svan, dio aviso a las autoridades del puerto, que de inmediato iniciaron la búsqueda de los restos del viejo barco, pero nada hallaron.
Algunos días después, las mismas autoridades recibieron una asustada denuncia de un grupo de turistas. Entre las rocas de la bahía, junto a viejas maderas que parecían proceder de un naufragio, habían hallado el cuerpo de un hombre que el mar había devuelto. Era un anciano de profundos ojos celestes, que llevaba al cuello un medallón ennegrecido por los años pasados en el mar, y parecía sonreír a quienes lo miraban.Para el oficial que debió elaborar el informe de lo ocurrido, los hechos eran claros. Durante la tormenta, el mar había arrastrado los restos de la goleta hacia las rocas, y Svan había muerto allí. La investigación no daba cuenta de que en el ojo de la herrumbrosa ancla que había quedado en la playa, alguien había fijado, con expertas manos de marino, un trozo de cabo de Manila. En el otro extremo, aparecía cortado por hábiles navajazos.

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