viernes, 2 de noviembre de 2007

GAME OVER



Bob Johnson había leído a solas, palabra por palabra, las instrucciones que recibiera en su pequeña pantalla azul. Éstas eran inequívocas: se había detectado un submarino ex soviético, de la clase Zulú, navegando en inmersión en aguas del Atlántico. Su rumbo aparente lo llevaría a situarse en una posición cercana a Nueva York, y desde allí le sería posible lanzar un ataque nuclear fulminante contra esa ciudad, sin posibilidades de contramedidas que lo evitaran. Las víctimas se contarían por millones, haciendo que el atentado contra las torres gemelas, en 2001, fuera relegado a la categoría de una anécdota.
La guerra fría había concluido, pero en el mercado negro era posible obtener desde fusiles “Kalashnikov” hasta bombas atómicas, y por supuesto, submarinos de propulsión nuclear. Sólo era cuestión de pagar sin chistar, y en moneda dura, los precios exigidos por desencantados ex marinos de la Flota Roja, políticos corruptos, y traficantes sin escrúpulos. Tampoco faltaban quienes podían y querían comprarlos entre la abundante y variada fauna de terroristas políticos, extremistas religiosos, y gobiernos sin principios.
Lo concreto era que uno de esos buques, que ningún país del mundo reconocía como propio, estaba a punto de colocarse en posición de lanzar el tan temido ataque. Se había decretado el estado de alerta máxima, y todos los medios militares del país más poderoso del mundo habían sido puestos en la tarea de localizar y destruir al esquivo enemigo.
Bob Johnson, pese a su juventud y relativa inexperiencia, estaba al mando del USS “Scorpion”, submarino nuclear de ataque de última generación, y su posición en el Atlántico lo situaba como el medio más cercano al buque hostil. El “Scorpion” era entonces la mejor y acaso la única posibilidad de evitar la catástrofe destruyendo al enemigo que se aproximaba. Millones de habitantes de Nueva York, la supremacía de su nación, y acaso la supervivencia del mundo mismo dependían de Bob Johnson.
Al iniciar su patrulla, él mismo había seleccionado cuidadosamente las armas que ahora tenía abordo, de entre un vastísimo arsenal. Si bien el submarino era equipado con armas y contramedidas previamente establecidas en los Reglamentos, el comandante tenía la posibilidad de modificar esa dotación.
Ahora, en el mar, y ante la inminencia de un ataque que debía evitar, sabía que tendría absoluta autonomía para elegir el modo en que llevaría a cabo su misión, y que el resultado final dependería exclusivamente del modo en que se condujera en los momentos de prueba. Debería tomar sus decisiones a solas, tal vez sin posibilidades de sopesarlas debidamente. No obstante, confiaba en su frialdad, y sobre todo en su instinto. Acumulaba incontables horas de práctica frente a las pantallas de entrenamiento, y ahora se sentía seguro y confiado ante su pantalla de combate.
Poseía información de inteligencia que le señalaba la última posición de su oponente, y las coordenadas de su probable punto de destino. Nada más.
Su primera orden, digitada en el teclado de la computadora que tenía ante sí, fue dirigirse a toda máquina hacia el punto de la última detección. Luego, se concentró en determinar, a partir de la velocidad y el rumbo aparente de su enemigo silencioso, el punto del vasto océano en que ambas naves habrían de encontrarse, al que en la jerga se denominaba Punto de encuentro probable, o simplemente, “PEP”.
Ordenó rápidamente una corrección del rumbo. “Cero – siete – uno”. Y confirmó a las máquinas “Todo adelante”.
Mientras el submarino caía ligeramente a babor por la acción de la corrección aplicada a los timones, ordenó prepararse para inmersión, y luego sumergirse. “Profundidad mil pies” tecleó rápidamente, y el monitor, tras confirmarle la recepción de la orden mediante la repetición de la misma, como es costumbre en todas las marinas, comenzó a mostrarle las sucesivas profundidades que el “Scorpion” alcanzaba.
-¡Qué sencillo es sumergir uno de estos peces” –se dijo, recordando los días en que se capacitaba en el simulador de un submarino convencional, del tipo de los que se usaban en la segunda guerra mundial. -¡Esos comandantes debían estar atentos a mil detalles!
Conforme se aproximaba al PEP, aumentó su atención hacia los sonares. Mantuvo encendido el activo pues le daría mayores oportunidades de localizar al enemigo, pese a que el emitir ondas de eco era el mejor modo de delatar su presencia, hasta el límite de lo prudente. Su instinto de cazador le señaló el momento de desactivarlo, y todo indicaba que había acertado. Poco después, el sonar pasivo le indicó la detección de un eco lejano que avanzaba hacia un punto, algo al norte del PEP a toda marcha.
Ordenó reducir la potencia de sus máquinas a un tercio, e hizo que la computadora de navegación calculara la localización del nuevo PEP. Consecuentemente corrigió el rumbo, e inició una metódica revisión final de sus sistemas de armas. Había seleccionado para el ataque los torpedos filoguiados de alta capacidad explosiva, y un alcance de cuatro millas. Bob Johnson sabía que contaba con el factor sorpresa, y tenía la firme determinación de ganar.
El sonar pasivo le indicaba que el enemigo se aproximaba al PEP sin corregir rumbo ni velocidad. O no lo había detectado o el comandante que se le oponía tenía nervios de acero, pues no reaccionaba ante la presencia de un buque que debía asumir como hostil. Parecía pensar con la frialdad de una máquina programada para vencer.
El sonar comenzó a indicarle las sucesivas distancias relativas. “Cinco – punto - dos”, “Cinco – punto - cero”. Sabía que cuando su pantalla le mostrara un “Cuatro – punto – cero” su enemigo estaría al alcance de sus torpedos, y podría comenzar a ser considerado un blanco. Pero decidió asegurar su tiro, esperando a que la distancia se redujera al menos a tres millas.
-¿Será todo tan sencillo? –pensó.
Pero un instante después el submarino enemigo inició lentamente una maniobra de cambio de rumbo cayendo hacia estribor, lo que lo llevaría a describir una amplia curva. El comandante enemigo ahora sabía que Bob Johnson estaba allí, acechándolo. Comenzaba el viejo juego del gato y el ratón. Sólo que este ratón tenía dientes afilados, una determinación de vencer tan firme como la que animaba a Bob, y combinaba frialdad y precisión al tomar sus decisiones.
Consultando la carta del fondo marino, encontró un cañón sumergido entre dos riscos para situar su nave. Sabía que si se localizaba allí, un torpedo enemigo reducía sus posibilidades de impacto, y el sonar activo de su oponente le daría información tal vez errónea, a causa de los ecos que rebotaban en las paredes del cañón. Bob Johnson, en ese momento, hubiera deseado ser invisible.
La maniobra fue difícil, y duró más de lo esperado. Mientras la realizaba, debió mantener sus máquinas en marcha, aun sabiendo que el enemigo lo escucharía. Pero ya había iniciado el proceso de situar su nave en posición de acecho, y ese cañón sumergido era un regalo de la Providencia que no podía rechazar.
Mientras tanto, el enemigo continuaba describiendo su curva. Había vuelto a ponerse fuera de su alcance, pero la distancia relativa comenzaba nuevamente a acortarse: “Cuatro – punto - ocho”, “Cuatro – punto – seis”, indicaba el sonar.
Su dedo índice buscó el botón de disparo de los torpedos. Sólo se daría un margen mínimo para asegurar el tiro. Tan pronto la pantalla le mostrara que su rival había alcanzado la distancia relativa de tres millas y media, dispararía.
“Cuatro – punto – cuatro”, “Cuatro – punto – dos”
Bob Johnson llevaba horas concentrado frente a su pequeña pantalla azul, que le suministraba a cada instante toda la información que podía necesitar: los ecos del sonar, los parámetros de su propia navegación, su disponibilidad de combustible, el estado de cada tanque de lastre. Y naturalmente, la disposición de sus armas.
“Cuatro – punto – cero”, “Tres – punto – ocho”
Hacía rato que los torpedos filoguiados habían pasado de la condición de “Alerta” a la de “Listo a disparar”.
Sentía correr la adrenalina por su cuerpo, olvidando el hambre y la sed, y hasta la necesidad de ir al baño que atenazaba su vientre. Su cuerpo, su mente, su vida misma, estaban pendientes del instante supremo en que con un simple movimiento de su dedo índice habría de oprimir el botón que acabaría con el angustioso juego.
Acaso ese exceso de concentración le impidió prestar atención a un segundo eco del sonar, mucho más tenue y frecuente, que señalaba que un objeto pequeño se aproximaba a su proa a más de setenta nudos.
Cuando lo descubrió, ya era tarde. El enemigo se había anticipado en disparar, y le había lanzado un torpedo que la posición del “Scorpion” en el cañón submarino le impedía eludir.
Disparó rápidamente sus propios torpedos, aún sabiendo que el del enemigo lo alcanzaría antes, convirtiendo a sus “peces” en inofensivos y tardíos reflejos que jamás llegarían al blanco. En sus auriculares, el sonido de los ecos del torpedo que se aproximaba parecía inundar su mente y su entendimiento con una ensordecedora y macabra música de muerte que le impedía pensar.
Un instante después, Bob Johnson escuchaba el ruido atronador de la explosión, el fatal gemido de los metales al romperse, el del mar que se precipitaba en las entrañas del USS “Scorpion”. Por un instante, percibió que la pantalla quedaba en negro. Y ya no pudo ver más.

Pocas horas después, en Three Mountains, pequeño poblado de Idaho, al pié de las montañas y a cientos de millas del mar, el Dr. Lindsay, médico del hospital de emergencias completaba su informe.
“Robert Johnson Jr, paciente de sexo masculino, de catorce años de edad, sin antecedentes de patologías agudas.
Fallecido por causas aparentemente naturales, en su cuarto, mientras desarrollaba un juego en su computadora.
Sin embargo, el cuerpo presenta evidencias de asfixia por inmersión, y la aspiración de fluidos pulmonares indica la presencia de agua de mar, en la que se detectan al examen microscópico microorganismos marinos vivos. Se ordena autopsia”
A poca distancia de allí, en el cuarto de Bob, en la pantalla de su computadora aún podía leerse, letras blancas sobre fondo negro, una frase final: “Game Over”.

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