viernes, 2 de noviembre de 2007

EL MARINERO ESPAÑOL



La voz del capitán de la fragata española “Nuestra Real Capitana de la Purísima Encarnación” sonó ronca y grave.
-¡Contramaestre! ¡Mandad un hombre a acuartelar la vela de sobrejuanete antes de que se rife!
Juan Gómez, obedeciendo la perentoria orden, giró para elegir al desdichado que, con riesgo de su vida, debería trepar por la jarcia del palo mayor en medio de la tormenta que se abatía sobre el buque. Pero ya uno de ellos se había lanzado hacia la amura, y trepaba presuroso afirmando sus pies descalzos en los ásperos cabos de cáñamo de los obenques.
Llevaban ya varias semanas de navegación después de haber dejado atrás el Río de Solís en su viaje hacia Manila. Ahora enfrentaban las furias del Paso de Hoces, allí donde las olas de ambos océanos competían por hacer presa de las naves que se atrevían a desafiarlas, empujadas por los vientos desatados del confín del mundo.
Los tripulantes de la fragata, hombres duros hechos a la vida del mar, no pudieron evitar sentir admiración por aquel hombre que los miraba desde allá arriba, abrazado al mastelerillo.
Don Pero Menéndez y Alarcón, Conde de Fuentecillas y Capitán de la fragata, compartía el sentimiento de sus tripulantes y volvió a ordenar.
-¡Haced que el maestre despensero dé a ese marino una ración doble de aguardiente!
Poco después de atravesar el peligroso paso, y ya en franco viaje en procura de las Reales Posesiones de las Islas Filipinas, un nuevo incidente puso en severo riesgo la seguridad de la nave. El cabeceo de la fragata, al enfrentar las largas olas azules del Mar Pacífico desprendió, bajo cubierta, una lámpara de aceite. Ésta iluminaba apenas el pasillo que conducía a una santabárbara allá en la extrema popa, bajo la cámara del comandante.
El grumete que acababa de llenarla con aceite fue quien dio la voz de alarma, con la expresión más temida por los hombres de mar de todas las naciones y todos los tiempos: ¡Fuego abordo!
El aceite inflamado corría por la cubierta, y se aproximaba a la puerta del pañol. Todos sabían que allí se almacenaba suficiente pólvora como para que la fragata recargara una y otra vez sus cuarenta y dos cañones.
Repitiendo la voz de alarma, los hombres se precipitaban bajo cubierta con cubos de agua de mar, pero el denso humo del aceite inflamado los rechazaba de entre las llamas. ¡El buque estallaría apenas éstas atravesaran esa puerta que ya lamían!
Pero uno de ellos, decidido, se arrojó al fuego que fulguraba tras la humareda, y volviendo una y otra vez por cubos de agua, logró extinguir el amenazante reguero de llamas.
Una vez más, el capitán sintió admiración por aquel hombre, en quien había reconocido al marino que trepara por la jarcia pocos días atrás en medio de la borrasca, y se dirigió a él personalmente.
-¡Mudaos de ropa, y presentaos en mi cámara!
Poco después, cuando aún bajo cubierta se percibían los restos acres del humo del incendio, el marinero llamaba a la puerta del capitán.
-Quiero felicitaros en persona por vuestro valor dos veces demostrado –fueron las palabras con las que Don Pero recibió a aquel hombre –Mas decidme, ¿no teméis por vuestra vida?
-No, Señor –fue la simple respuesta, y con asombro el Conde de Fuentecillas se vio obligado a mirar al rostro de quien le hablara.
Era éste un hombre de piel cetrina, estatura baja, y un cuerpo enjuto que hacía imposible determinar sus años. Su cabeza, descubierta del pañuelo que respetuosamente tenía en las manos, terminaba en una tupida mata de pelo crespo y entrecano, que antes había sido seguramente tan renegrido como el de los gitanos andaluces. Sus ojos, de intenso color negro, tenían un brillo que mostraba serenidad y convicción. Nariz aguileña, pómulos salientes, y nada de barba. Vestía la clásica saya y un jubón blanco muy limpio. Sus pies estaban descalzos.
-¿Sois español?
-No, Señor.
¿Sois al menos cristiano? Vuestro porte es más el de un moro, o un judío.
-Nací judío, Señor. Pero hacen ya largos años he prestado a los cristianos un reconocido servicio, y acaso deba considerarme como tal.
-Sois un hombre valiente, y hasta diría temerario. ¿Podéis decirme qué os impulsa a arrojaros en brazos de la muerte en cuanta ocasión halláis? ¡Parecéis buscarla!
Si, Señor. Es tal como vos decís. He conocido a la muerte, y he vuelto de ella. Y he podido comprobar que, pese a buscarla, es imposible que un hombre muera dos veces. He enfrentado a las fieras del circo romano, he luchado contra las hordas del rey Atila, estuve en las sangrientas batallas por la conquista de Jerusalén, he servido en Lepanto a las órdenes del Almirante Andrea Doria. Pero no he podido volver a contemplar el rostro de la muerte en mil setecientos años de vida. Os repito, Señor. Ningún hombre muere dos veces, y yo ya he muerto.
Conforme el hombre hablaba, el capitán sentía que su admiración se trocaba en asombro, y finalmente en ira. ¿Acaso este simple marinero pretendía burlarse de él?
-¡Estáis a un punto de proferir una blasfemia! ¡Y si tal cosa sucede, os mandaré ahorcar de inmediato, sólo para que veáis a la cara la ansiada muerte de la que abjuráis!
-Me haréis, Señor, un delicado servicio. Pero temo que si así procedéis, la soga se desprenda, o el palo se precipite sobre la cubierta. Os repito que no me es posible morir pues ya he muerto, y he sido regresado a la vida.
-Ante estas palabras, don Pero Menéndez y Alarcón, Conde de Fuentecillas, no pudo evitar bajar la vista, ni refrenar el impulso de santiguarse. Una última pregunta salió de sus labios.
-¡Cuál es vuestro nombre, marinero?
-Mi nombre es Lázaro, Señor.

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